9/14/2011

Un regalito (Beatriz Espejo)

Nunca había visto nada igual. Negras, con el brillo opaco de la seda, rematadas por un profano encaje que terminaba en ondas. Quedó pasmado. Retuvo la respiración y quiso controlarse para no caer en eso que tanto se reprochaba, en eso que no le permitía vivir en paz. Al cabo de unos pasos volvió ante el mostrador. Dobladas una junto a otra mostraban la sutileza de su tejido y la punta con una trama más cerrada. Anael suspiró de satisfacción dispuesto a preguntar el precio.
     Peinada a la Clara Bow la muchacha abrió su boquita de corazón y, enfatizando el acento francés impuesto a las vendedoras de lencería en El Palacio de Hierro, repuso:
     -Dos pesos cuncuenta centavos. Ayer llegaron directamente de París.
     -¿Me permite tocarlas? -rogó Anael con su cara de ángel que concedía deseos.
     La dependienta miró el fondo de unos ojos cuyo color no supo precisar, irradiaban luz dorada como los rizos que le caían sobre la frente marfilina, y admiró a ese hombre bellísimo aunque tuviera casi la estatura de un enano, un metro cuarenta y ocho centímetros quizá. Y se convenció de que Dios es caprichoso.
     -Cuidado, monsieur, son extremadamente delicadas -e introdujo su mano como sombrilla para recorrer suavemente la prenda de principio a fin.
     -¡Voilà!
     Anael pagó extrasiado sin fijarse en el precio. Estipulando que la envoltura fuera otra obra maestra coronada por un lazo rojo vino.
     Entró evasivo y paradójicamente audaz al cuarto de su hermana: -Te traje un regalito- dijo anunciando un timbre de campanas en su voz.
     Ramona vio la caja dorada: - Ya sé lo que contiene, ¿por qué si eres tan gentil nunca me compras otra cosa?
      -Mi timidez... -se diculpó Anael-; sin embargo, éstas te encantarán, son preciosas. Prométeme estrenártelas ahora mismo. Van de maravilla con el atuendo que piensas ponerte -afrimó volteando hacia la cama donde estaba extendido un vestido de crespón y muselina con cintura egipcia detenida por dos broches dorados.
     -Bueno, haz el favor de salirte -concedió Ramona.
     Anael se fue pero permaneció parado tras la puerta, apenas tuvo que agacharse para alcanzar el ojo de la llave. Adentro, Ramona extendía las medias; primero plégó una con ambas manos y ronroneando como gata la deslizó lentamente por su pierna, se acarició desde el dedo gordo hasta el muslo para evitar cualquier arruga. Arqueó su pie en un movimiento de bailarina procurando que los hilos no se corrieran y sujetó el liguero. Luego repitió el ritual y la negrura contrastante con lo blanco de su piel la embriagó ante la certeza de su propia hermosura y la perfección de sus extremidades que abría y cerraba en compás o doblaba y extendía dando una función para espectadores distantes que le permitían ser jugueton en la privacidad de su alcoba.
     Desde el pasillo, Anael seguía sus movimientos. Con premeditada lentitud se abrió la bragueta para acariciarse dulcemente. Después recordó que en otra tienda vendían unos calzoncitos transparentes.

Beatriz Espejo.
"Un regalito" en Antología Personal. Universidad Veracruzana, México.
Imágen: Fishnet tights, de piratephotography (Deviantart)

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