9/23/2011

El bistec (Beatriz Espejo)

¡Ruperta, no dejes la ropa tendida al sol tanto tiempo! Se decolora y queda hecha puras garras. ¡No olvides picar bien las calabacitas y ponerle su epazote! ¡Compra en la farmacia mi medicina para los nervios! ¡Lava el patio con jabón y escobeta para despercudirlo! ¡Que la sopa quede sabrosa! ¡Corre por los niños a la escuela! ¡Abre la puerta, el señor viene tropezándose como acostumbra! Y Ruperta a todo decía sí. Volaba por la casa, dejaba pùlcros los rincones, limpiaba de rodillas los pisos, sacudía hasta marcos y espejos, demostraba su eficacia inigualable y arreglaba los problemas de su patrona que era una verdadera generala disciplinando sin tregua ni cuartel. A veces quedaba apsmada ante la autonomía de su propia voz tarabilluda que no paraba de mandar convertida en un tic nervioso. A ella misma le resultaba inexplicable aguante y la fidelidad perruna que Ruperta le había demostrado durante diez años. Era capaz de leerle presurosa y pensamiento y los deseos con sólo mover los ojos, chasquear la lengua o tronar los dedos, como esclava a la que nunca se le ocurriera liberarse. Sumisa y reidora decía «lo que usted  disponga niña» y mostraba su dentadura perfecta con un fulgurante diente de oro a pesar de la miseria que ganaba.
     Las amigas de Lucrecia lo comentaban perplejas mientras mientras padecían contingencias domésticas y en la más absoluta desesperación pegaban a las ventanas cartulinas del consabido letrero «Se solicita sirvienta». Y lo quitaban arrugado y amarillento sin que nadie ocupara el empleo.
     Pero el brujo fue terminante: «Si usted quiere recuperar a su marido, que deje de emborracharse y de ser mujeriego y parrandero, si quiere que engríe con usted otra vez, ese es el único remedio. No existe nungún otro que yo le garantice».
     Lucrecia pagó la consulta y anduvo por los arrabales de Catemaco un poco dubitativa, tropezándose con las piedras. Los tacones se le hundían en el lodo mientras cavilaba sobre la manera de hacerlo. Afortunadamente estaba a punto de bajarle la regla y había poco tiempo para los arrepentimientos. A los tres días vino la visita esperada con su natural secuencia de cólicos y depresiones. Lucrecia sacó fuerzas de flaquezas y se dispuso a no echar el consejo en saco roto. Fue a la carcicería para elegir una suculenta chuleta gorda y jugosa. La extendió en un platón. Hizo gala de buena gourmet y maquinalmente la preparó tal como le gustaba a su marido condimentada con ajo, sal, pimienta, salsa inglesa, una cucharadita d emostaza (para que se disimule el sabor, pensó) y luego venciño sus reticencias cuando susurraron nuevamente en sus oídos las recomendaciones del brujo, «agregue usted sangre de su menstración y cocínelo». Así que añadió el toque maestro antes de voltear la carne por todos lados y remojarla bien. La puso en el refrigerador y esperó jubilosa la hora de la cena.
     El marido llego jetón y medio borracho. Ella respiró hondo pidiéndole a sus ángeles custodios que le dieran paciencia. Disculpó incongruentes impertinencias y sin prestarle importancia al asunto preguntó con dulce entonación:
     -¿Te gustaría merendar una carnita asada?
     La respuesta fue una especie de gruñido y un movimiento soez para endilgarse la servilleta al cuello.
     Lucrecia tocó su campanilla y pidió imperturbable:
     -Ruperta, fríe el bistec que preparé hace un rato y sírveselo al señor con guacamole y frijolitos.
     Ruperta miró al vacío, retorció la punta del mandil y repuso:
     -¿No querrá el señor unos chilaquiles?
     -No, mujer, no. Trae el bistec -dijo rápidamente Lucrecia antes de que su cónyuge cambiara de opinión.
     -Usted perdone niña acabo de comérmelo. Lo vi tan sabroso que s eme antojó -¿Le hago al señor unos chilaquiles?
     -¡Que sean verdes! -rugió el marido.
     Desde ese momento Lucrecia empezó a ordenar, ponerles queso fresco y cebolla. Y mañana lavas la ropa atrasada desde hace una semana. ¡Ruperta! ¿Oíste, Ruperta?.


Espejo, Beatriz .
"El Bistec" en  Alta Costura.  Tusquets Editores, México.

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