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5/08/2011

Panorama desde la terraza (Mike Marmer)

El anaranjado sol, completado su recorrido descendente, iba a salir del cielo de Jamaica; pero, antes de hundirse del todo tras el horizonte del Caribe, pareció inmovilizarse un momento, como en una divina exposición fotográfica. Las sombras de última hora de la tarde se alargaron, extendiendo un leve tinte oscuro sobre la bougainvillea y los hibiscos de brillantes colores, para, por fin, ir a dar contra la brillante y blanca fachada del más lujoso hotel de la Bahía de Montego: el "Dorado". Y en cierto modo pareció un detalle de mal gusto que aquel paisaje de postal fuera alterado por la caída del cuerpo de George Farnham que, agitando las manos y arrastrando tras sí un último grito, atravesó las ramas de las palmeras y se desplomó contra el suelo del patio.
Veinte minutos más tarde, en la suite del piso doce, desde la cual el finado señor Farnham había iniciado su descendente viaje, la viuda, inmóvil, sentada en un sofá, constituía la viva imagen de la desolación.
Frente a ella, apenas apoyado en el borde de una silla, estaba el señor Tibble, el delgado y calvo sub regente del "Dorado". Su aspecto era convenientemente desolado, pese a que el hombre llevaba un cuarto de hora sintiéndose muy incómodo, tiempo que coincidía con el transcurrido desde que la viuda del señor Farnham había sido puesta a su cargo.
Tibble meneó la cabeza.
—Terrible —dijo a la mujer—. Un terrible accidente — repitió.
La viuda le miró, correspondiendo a sus palabras con un leve, casi imperceptible, asentimiento de cabeza. Luego volvió a inclinar la cabeza.
Un accidente. No se le había ocurrido que la muerte de George fuera a ser considerada un accidente. En aquel breve momento de la terraza sólo había pensado en la policía, los tribunales, el juicio. Pero ahora, por enésima vez en los últimos quince minutos, el señor Tibble se refería al accidente.
Y antes, cuando bajó al patio a toda la velocidad que permitía el ascensor, todos habían murmurado cosas sobre el accidente. "Una tragedia", susurraron. "Espantoso accidente... una esposa encantadora... dos niños hermosísimos... un terrible accidente."
¿Es que nadie había visto lo ocurrido?
Priscilla Farnham era una mujer agradable, un poco regordeta. En ella aún se advertían los restos de una gran belleza juvenil. Como nunca se consideró particularmente fuerte ni resuelta, le sorprendió encontrar de pronto, en su interior, una férrea voluntad. El hallazgo se produjo durante aquellos últimos minutos. Estaba asombradísima por su facilidad para mantenerse calmada interiormente mientras, en la superficie, llevaba la máscara de viuda acongojada por su trágica pérdida.
Su amor por George había desaparecido mucho tiempo atrás. Recordó que, al mirar hacia el patio desde la terraza, lo único que había sentido fue un leve remordimiento. En seguida pensó que George tenía un extraño aspecto, como una pieza de rompecabezas enmarcada por las losas del patio.
El timbre del teléfono interrumpió el hilo de sus recuerdos.
Tibble, disculpándose con los ojos por la irreverente interrupción, se apresuró a contestar. Se presentó a sí mismo, atendió a lo que le decían y luego tapó con su delgada mano el micrófono.
—Es Edmonds, el alguacil. Dice que en el vestíbulo hay un hombre de la C. I. D. y que, si se siente usted con ánimos, desearía subir a hacerle unas cuantas preguntas.
Tibble sonrió, animando a la viuda, y siguió:
—Mera rutina, estoy seguro. Es usted una visitante de la isla, ya sabe. El alguacil me advirtió antes que vendría alguien a investigar.
Debió de producirse un notable cambio en la expresión de Priscilla, pues Tibble agregó rápidamente:
—Desde luego, si no se siente usted capaz...
—Sí, sí. Estoy bien.
Tibble transmitió la respuesta y se volvió de nuevo hacia la mujer.
—¿Dentro de cinco minutos? Priscilla asintió con la cabeza.
—Sí, perfecto; dentro de cinco minutos —informó Tibble al alguacil Edmonds. Luego colgó. Dirigiéndose hacia Priscilla—: ¿Hay algo más que pueda hacer por usted?
—Le agradecería que fuese a echar un vistazo a los niños.
Aprovechando con gusto la oportunidad de salir de allí, Tibble pasó al dormitorio.
Los niños. Era lo único que ahora importaba, pensó Priscilla. ¿Qué harían sin ella? Recordó a Mark, con su pelo negro y rizado y sus largas pestañas. Sólo tenía nueve años, pero ya mostraba indicios del hombre tan atractivo que iba a ser. Y Amy, dos años menor, con la misma belleza rubia de su madre y aquellos grandes ojos color violeta. Priscilla no soportaba la idea de que la separasen de ellos y su recién hallada energía fue repentinamente aumentada por el miedo.
Cinco minutos. Cinco minutos para organizar su defensa. ¿Para qué? Si como el señor Tibble aseguraba, la investigación iba a ser una simple formalidad — las pesquisas naturales tras un desgraciado accidente —, no había necesidad de ninguna preparación. Pero si el hombre de la C. I. D. intentaba hacer averiguaciones más a fondo, si había descubierto alguna pista que condujese a la verdad, todo se desarrollaría de un modo muy distinto.
¡Asesinato!
La palabra la hizo estremecer; pero, ¿de qué otra forma podía llamarse? Indudablemente, la muerte de George no podía ser considerada algo "premeditado"; no se habían hecho planes a largo plazo y a sangre fría. No obstante, fue precedida por cinco o diez minutos de meditación. ¿Homicidio sin premeditación? Tal vez. Podía haber diversas interpretaciones de grado, pero cada una de ellas iba acompañada por su castigo particular. No, debía dar con otra cosa. ¿Homicidio por causas justificadas? ¿Había sido justificada la muerte de George? Legalmente, no; aunque, en una forma simple y casi primitiva, Priscilla suponía que sí lo era. En cierto modo, fue culpa del propio George. El mismo se la buscó.
La vuelta de Tibble interrumpió sus razonamientos. El hombre anunció que los niños estaban bien. La doncella, que él mismo había enviado un rato antes a cuidar de ellos, decía que Mark y Amy se portaban espléndidamente.
—Por lo único que se preocupan es por usted —añadió Tibble, con una confortadora sonrisa —. Les dije que iría a verles muy pronto.
Priscilla agradeció aquellas palabras con un movimiento de cabeza.
—Estamos unidos —explicó, al tiempo que Tibble se sentaba de nuevo en el borde de la silla.
"Y ahora a enfrentarse con el inminente problema", se dijo Priscilla, con firmeza. El de aludir la responsabilidad inherente a un crimen.
¿Qué podría preguntar el hombre de la C. I. D.? Sin duda, buscaría un motivo. ¿Dinero? No, en aquel caso resultaba difícil pensar en tal cosa. ¿Celos? Priscilla rechazó en seguida la idea. ¿Odio? Bueno, se habían producido discusiones, desde luego, pero... ¿no ocurría eso en las mejores familias?
Después de todo, los Farnham se encontraban en un país extraño. ¿No tendrían las investigaciones que basarse en su comportamiento en Jamaica?
De pronto, sus esperanzas se derrumbaron. Había habido una discusión. Una pelea. Y Priscilla recordaba que, al final de ella, se había vuelto de espaldas a George y visto a los dos niños allí, en la puerta de la sala de estar, demostrando claramente preocupación y miedo. Priscilla trató de advertir a George, pero él continuó gritándole todas aquellas horribles cosas. Luego, el hombre salió a la terraza y los niños corrieron hacia su madre.

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