Veinte minutos más tarde, en la suite del piso doce, desde la cual el finado señor Farnham había iniciado su descendente viaje, la viuda, inmóvil, sentada en un sofá, constituía la viva imagen de la desolación.
Frente a ella, apenas apoyado en el borde de una silla, estaba el señor Tibble, el delgado y calvo sub regente del "Dorado". Su aspecto era convenientemente desolado, pese a que el hombre llevaba un cuarto de hora sintiéndose muy incómodo, tiempo que coincidía con el transcurrido desde que la viuda del señor Farnham había sido puesta a su cargo.
Tibble meneó la cabeza.
—Terrible —dijo a la mujer—. Un terrible accidente — repitió.
La viuda le miró, correspondiendo a sus palabras con un leve, casi imperceptible, asentimiento de cabeza. Luego volvió a inclinar la cabeza.
Un accidente. No se le había ocurrido que la muerte de George fuera a ser considerada un accidente. En aquel breve momento de la terraza sólo había pensado en la policía, los tribunales, el juicio. Pero ahora, por enésima vez en los últimos quince minutos, el señor Tibble se refería al accidente.
Y antes, cuando bajó al patio a toda la velocidad que permitía el ascensor, todos habían murmurado cosas sobre el accidente. "Una tragedia", susurraron. "Espantoso accidente... una esposa encantadora... dos niños hermosísimos... un terrible accidente."
¿Es que nadie había visto lo ocurrido?
Priscilla Farnham era una mujer agradable, un poco regordeta. En ella aún se advertían los restos de una gran belleza juvenil. Como nunca se consideró particularmente fuerte ni resuelta, le sorprendió encontrar de pronto, en su interior, una férrea voluntad. El hallazgo se produjo durante aquellos últimos minutos. Estaba asombradísima por su facilidad para mantenerse calmada interiormente mientras, en la superficie, llevaba la máscara de viuda acongojada por su trágica pérdida.
Su amor por George había desaparecido mucho tiempo atrás. Recordó que, al mirar hacia el patio desde la terraza, lo único que había sentido fue un leve remordimiento. En seguida pensó que George tenía un extraño aspecto, como una pieza de rompecabezas enmarcada por las losas del patio.
El timbre del teléfono interrumpió el hilo de sus recuerdos.
Tibble, disculpándose con los ojos por la irreverente interrupción, se apresuró a contestar. Se presentó a sí mismo, atendió a lo que le decían y luego tapó con su delgada mano el micrófono.
—Es Edmonds, el alguacil. Dice que en el vestíbulo hay un hombre de la C. I. D. y que, si se siente usted con ánimos, desearía subir a hacerle unas cuantas preguntas.
Tibble sonrió, animando a la viuda, y siguió:
—Mera rutina, estoy seguro. Es usted una visitante de la isla, ya sabe. El alguacil me advirtió antes que vendría alguien a investigar.
Debió de producirse un notable cambio en la expresión de Priscilla, pues Tibble agregó rápidamente:
—Desde luego, si no se siente usted capaz...
—Sí, sí. Estoy bien.
Tibble transmitió la respuesta y se volvió de nuevo hacia la mujer.
—¿Dentro de cinco minutos? Priscilla asintió con la cabeza.
—Sí, perfecto; dentro de cinco minutos —informó Tibble al alguacil Edmonds. Luego colgó. Dirigiéndose hacia Priscilla—: ¿Hay algo más que pueda hacer por usted?
—Le agradecería que fuese a echar un vistazo a los niños.
Aprovechando con gusto la oportunidad de salir de allí, Tibble pasó al dormitorio.
Los niños. Era lo único que ahora importaba, pensó Priscilla. ¿Qué harían sin ella? Recordó a Mark, con su pelo negro y rizado y sus largas pestañas. Sólo tenía nueve años, pero ya mostraba indicios del hombre tan atractivo que iba a ser. Y Amy, dos años menor, con la misma belleza rubia de su madre y aquellos grandes ojos color violeta. Priscilla no soportaba la idea de que la separasen de ellos y su recién hallada energía fue repentinamente aumentada por el miedo.
Cinco minutos. Cinco minutos para organizar su defensa. ¿Para qué? Si como el señor Tibble aseguraba, la investigación iba a ser una simple formalidad — las pesquisas naturales tras un desgraciado accidente —, no había necesidad de ninguna preparación. Pero si el hombre de la C. I. D. intentaba hacer averiguaciones más a fondo, si había descubierto alguna pista que condujese a la verdad, todo se desarrollaría de un modo muy distinto.
¡Asesinato!
La palabra la hizo estremecer; pero, ¿de qué otra forma podía llamarse? Indudablemente, la muerte de George no podía ser considerada algo "premeditado"; no se habían hecho planes a largo plazo y a sangre fría. No obstante, fue precedida por cinco o diez minutos de meditación. ¿Homicidio sin premeditación? Tal vez. Podía haber diversas interpretaciones de grado, pero cada una de ellas iba acompañada por su castigo particular. No, debía dar con otra cosa. ¿Homicidio por causas justificadas? ¿Había sido justificada la muerte de George? Legalmente, no; aunque, en una forma simple y casi primitiva, Priscilla suponía que sí lo era. En cierto modo, fue culpa del propio George. El mismo se la buscó.
La vuelta de Tibble interrumpió sus razonamientos. El hombre anunció que los niños estaban bien. La doncella, que él mismo había enviado un rato antes a cuidar de ellos, decía que Mark y Amy se portaban espléndidamente.
—Por lo único que se preocupan es por usted —añadió Tibble, con una confortadora sonrisa —. Les dije que iría a verles muy pronto.
Priscilla agradeció aquellas palabras con un movimiento de cabeza.
—Estamos unidos —explicó, al tiempo que Tibble se sentaba de nuevo en el borde de la silla.
"Y ahora a enfrentarse con el inminente problema", se dijo Priscilla, con firmeza. El de aludir la responsabilidad inherente a un crimen.
¿Qué podría preguntar el hombre de la C. I. D.? Sin duda, buscaría un motivo. ¿Dinero? No, en aquel caso resultaba difícil pensar en tal cosa. ¿Celos? Priscilla rechazó en seguida la idea. ¿Odio? Bueno, se habían producido discusiones, desde luego, pero... ¿no ocurría eso en las mejores familias?
Después de todo, los Farnham se encontraban en un país extraño. ¿No tendrían las investigaciones que basarse en su comportamiento en Jamaica?
De pronto, sus esperanzas se derrumbaron. Había habido una discusión. Una pelea. Y Priscilla recordaba que, al final de ella, se había vuelto de espaldas a George y visto a los dos niños allí, en la puerta de la sala de estar, demostrando claramente preocupación y miedo. Priscilla trató de advertir a George, pero él continuó gritándole todas aquellas horribles cosas. Luego, el hombre salió a la terraza y los niños corrieron hacia su madre.
Priscilla necesitaba permanecer cinco o diez minutos a solas para ordenar sus pensamientos, para imaginar alguna forma de disuadir a George de lo que planeaba hacer. Por eso sugirió el juego. Del rostro de sus hijos desapareció inmediatamente el miedo y los dos niños corrieron al dormitorio para comenzar a jugarlo.
Resultaba muy extraño, pensó Priscilla. Si George hubiera comprendido y participado en el juego, todo hubiera sido distinto. En realidad, si George hubiera participado en cualquier cosa que significase amor y unión, ahora no se encontraría allá abajo, cubierto por aquel ridículo mantel de colorines.
Las circunstancias que condujeron a la escena de la terraza comenzaron, razonó Priscilla, mucho tiempo atrás, cuando en George se produjo el cambio. De novio se mostró siempre muy alegre y considerado. Pero cuando el padre de ella murió, poco después de la boda, y George se hizo cargo de la administración de los múltiples intereses e inversiones que su suegro había dejado tras sí, tuvo lugar la metamorfosis. George comenzó a no ocuparse más que de los negocios. No más diversiones. No más regalos inesperados. No más flores ni dulces. No más sorpresas; ése era George.
Ella intentó interesarle en el juego, hacerle descubrir toda la alegría y el amor que su propia familia había encontrado en él. De mala gana, el hombre consintió una vez en jugarlo. Priscilla se acercó y le dijo:
—A ver si adivinas.
George, según las reglas del juego, replicó:
—¿El qué? Y ella:
—A ver si adivinas lo que he hecho hoy por ti.
Entonces, George debía aventurar alguna absurda suposición como: "Has encontrado un millón de dólares en oro y me los vas a poner debajo de mi servilleta". O: "Has hecho un Taj Majal de mondadientes y mañana iremos a comprar los muebles". Luego las suposiciones debían hacerse más serias hasta que George descubriera lo que su mujer había hecho en su beneficio, o se rindiese, permitiendo que Priscilla le revelara la sorpresa.
Como es natural, George abandonó el entretenimiento después de preguntar: "¿El qué?". Encontraba el juego "tonto" y a Priscilla más tonta aún por jugarlo.
¡Claro que era tonto! Priscilla lo admitía; pero era bonito. Estaba lleno de sorpresas, de unión, de amor. Y también era romántico, porque aquella noche su sorpresa había sido el más transparente de los negligés.
George y ella fueron separándose cada vez más. Únicamente la llegada de los niños salvó su matrimonio. Mark y Amy heredaron los gustos y la alegría de vivir de su madre. Les entusiasmaban las excursiones, las sorpresas, el juego y las demostraciones de afecto. Por eso adoraban a Priscilla.
Permitiéndose una leve sensación de culpa, Priscilla se dijo que tal vez se había concentrado excesivamente en Mark y Amy y no lo bastante en George. Pero si él hubiera deseado formar parte de su mundo... Si hubiera querido compartir el maravilloso entendimiento... Con sólo que...
Priscilla no fue más lejos. Una discreta llamada cortó el hilo de sus pensamientos y levantó a Tibble del borde de su silla. Fue a la puerta, la abrió y dejó entrar a Edmonds, el alguacil, y a un hombre alto y vestido con un ligero traje tropical.
Edmonds, resplandeciente en su uniforme veraniego de roja faja y blanco salacot, presentó a su compañero. Luego inclinó la cabeza y volvió al corredor, cerrando tras él la puerta de la suite.
El sargento detective Waring, un hombre de aspecto eficiente, ojos azules y pelo gris, era el representante de la C. I. D. en el área de Bahía Montego.
—Lamento molestarla en estos momentos, señora Farnham —dijo, con marcado acento inglés—. Pero si se siente con ánimos de responder a unas cuantas preguntas, trataré de robarle el menor tiempo posible.
—Le daré toda la información que pueda — dijo ella.
El sargento se acomodó en un asiento contiguo al de Tibble y del bolsillo de la chaqueta sacó un pequeño cuaderno. Mientras buscaba un lápiz fue pasando hojas de la libretita, echando un vistazo a sus anotaciones. Al fin volvió a dirigirse a Priscilla.
—Tal vez sea mejor que empecemos contándome usted, lo mejor que pueda, todos los hechos que recuerde inmediatamente anteriores al... suceso.
—Me temo que no será mucho. Estaba tumbada aquí, en el sofá... adormecida. No recuerdo si lo que me despertó fue el grito o fueron los niños. Sólo puedo decir que ellos me estaban meneando y me levanté. Fui a la terraza... miré hacia abajo —consiguió dar a su voz un matiz tembloroso— y vi a mi marido.
El sargento Waring se levantó, fue rápidamente a la terraza, la inspeccionó un momento y luego volvió a su silla.
—¿Su esposo se mostraba deprimido últimamente? ¿Le dio alguna vez la sensación de que pudiera pensar en quitarse la vida?
—¡Oh, no! —exclamó Priscilla.
Y al cabo de un segundo, lamentó haberlo dicho. No había considerado una posible deducción de suicidio. Ahora la oportunidad ya había pasado.
Waring preguntó:
—¿Se encontraba él bien?. Priscilla no supo qué decir.
—Me refiero a si se encontraba bien de salud — explicó el hombre—. ¿Sufría de mareos o vértigos?
—Sí. En realidad, ése fue uno de los motivos de que nos tomásemos estas vacaciones. Mi marido trabajaba mucho. Demasiado, le decíamos todos. Y se quejaba de dolores de cabeza y mareos continuos. Me pareció que necesitaba descansar, relajarse. Por eso vinimos a Jamaica.
Priscilla se maravilló de lo fácil que resultaba mentir cuando estaba en juego algo tan importante.
El hombre de la C. I. D. anotó algo en su cuaderno.
—Comprendo que esto es muy doloroso para usted — dijo, en tono solícito —. Pero si logra resistir unos minutos más, estoy seguro de que todo quedará claro. En los casos de muerte violenta debemos hacer averiguaciones. — Hizo una breve pausa y continuó—: Como sabe, su terraza está rodeada por una barandilla de un metro. Resulta difícil pensar que un hombre, sin más, vaya a caer por encima de una baranda de esa altura.
Priscilla comenzó a sentir una especie de comezón nerviosa.
—A no ser que haya sufrido un vértigo y se haya desmayado. Resulta, señora Farnham, que uno de los camareros... — volvió a consultar su cuaderno— un hombre llamado Parsons estaba en el patio, preparando las mesas para cenar. Miró hacia arriba por casualidad, o tal vez porque el grito de su esposo, el que usted dijo haber oído, atrajo su atención. Y vio a su marido caer por encima de la barandilla. Pero Parsons asegura que tuvo una impresión muy distinta de lo que motivó esa caída.
El repentino shock la hizo estremecer. Alguien había visto lo ocurrido.
—Como es natural —siguió Waring—, preguntamos a Parsons si vio a alguien en la terraza, aparte del señor Farnham. Admitió que no.
—No creo que usted piense...
—¡Claro que no! —cortó Waring, con desarmante sonrisa—. Pero debemos comprobar cualquier información de esa clase. En seguida descubrimos que la declaración de Parsons carecía de base. En primer lugar, Parsons se encontraba casi directamente bajo la línea de terrazas y su campo de visión era prácticamente vertical. Por tanto, no podía ver la terraza de este piso con claridad. Y en segundo lugar, la opinión de Parsons se basaba en que le dio la impresión de que su marido trataba de recuperar el equilibrio. Agitaba los brazos en el aire, como si... como si tratara de defenderse. Se sobreentiende que...
Priscilla sintió una cálida y repentina sensación de confianza. ¡Tal vez fuera posible que el crimen no tuviera castigo!
—Probablemente Parsons malinterpretara el desesperado intento de su marido por salvarse, confundiéndolo con algo distinto —seguía el sargento—. Y ahora que usted verifica lo de los vértigos del señor Farnham, podemos comprender a qué fue debido el que cayese sobre la barandilla.
Una llamada a la puerta le interrumpió. El sargento abrió y Priscilla pudo ver el blanco casco del alguacil Edmonds. Los dos hombres hablaron un momento entre sí, en voz baja.
Waring volvió la cabeza hacia la sala de estar y miró cuidadosamente a Priscilla antes de decir.
—¿Querrá perdonarme, por favor? Sólo será un momento. Según parece, hay otros testigos.
Desapareció, y Priscilla quedó sentada, con los labios muy apretados y notando que se disolvía toda su confianza. En su cerebro, las preguntas se amontonaban una sobre otra.
La respuesta se produjo cuando Waring volvió a entrar en el cuarto y fue rápidamente hacia ella. De pronto, el aspecto del hombre había cambiado.
—Señora Farnham... —comenzó—. ¿Se pelearon su marido y usted poco antes de que él muriera?
—Sí — replicó Priscilla, en un susurro. Waring insistió:
—La pareja de la suite de al lado, los Rinehart, dicen que les oyeron disputar en forma más bien violenta. Hablaban a voces y los Rinehart están seguros de que su marido habló de... morir.
—Ahora me parece una discusión absurda... El sargento la miró inquisitivamente.
—No quiero decir exactamente absurda —continuó ella—. Sólo que en estos momentos me parece que carecía de importancia. Mi esposo deseaba interrumpir nuestras vacaciones y volver a casa. Los niños y yo queríamos quedarnos. Según lo que habíamos planeado inicialmente, aún teníamos que permanecer aquí al menos otra semana. Temo que nos fuimos exaltando y pronunciamos palabras desagradables. Luego él dijo que, cuando estuviese muerto, yo podría hacer lo que me diera la gana, pero que ahora, dado que él era el cabeza de familia, nos iríamos a casa. —Priscilla sonrió tristemente—. Esa era una de sus afirmaciones favoritas.
Miró a Waring. El silencio que se produjo fue inacabable.
El rostro del sargento se suavizó.
—Eso parece concordar en esencia con los fragmentos de discusión que oyeron los Rinehart.—El hombre volvió a consultar su cuaderno y continuó—: Siguió una cosa más, señora Farnham. Ha dicho usted que, cuando su marido cayó, se encontraba echada en el sofá.
Priscilla dijo que sí con la cabeza.
—Y también ha dicho que sus hijos la menearon inmediatamente después de que a usted le pareció haber oído gritar a su esposo.
Priscilla asintió de nuevo.
Waring volvía a mostrar su desarmante sonrisa.
—Entonces, ¿le importaría que trajésemos aquí a los niños y les preguntáramos dónde estaba usted cuando ellos la llamaron? Es una simple comprobación de rutina. Como es natural, no puedo preguntarles oficialmente; y debo contar con el permiso de usted. Pero eso aclararía mi informe y nos permitiría acabar ahora mismo este desagradable asunto.
Priscilla se encogió de hombros.
—De acuerdo —dijo—. Pero, por favor...
Waring asintió, comprensivo. Hizo un ademán a Tibble y éste entró en el dormitorio y regresó con Mark y Amy.
Al entrar los niños, Priscilla no levantó la mirada. Luego, mientras eran conducidos hacia el sargento, alzó la cabeza lentamente y les acarició con una sonrisa.
Waring se sentó en su silla, inclinándose un poco para quedar a la misma altura que los pequeños. Habló con suavidad, pero yendo al grano:
—¿Comprenden lo que ha ocurrido hoy? Mark y Amy asintieron gravemente.
—Voy a preguntarles algo. ¿Quieren contestarme? — continuó Waring.
Con rostros muy serios, los dos chiquillos miraron a su madre.
—Debéis contestar al caballero —les dijo Priscilla, suavemente, notando fijos en ella los ojos del sargento.
El hombre volvió su atención a Mark y Amy y comenzó, cautamente:
—Hace un ratito, cuando oíste... gritar a tu papá... ¿Te acuerdas?
Los dos asintieron solemnemente. Waring siguió:
—Al oírlo, ustedes también gritaron. Y fuiste a buscar a tu mamá, ¿verdad? Los dos niños dijeron que sí.
—¿Recuerdan dónde estaba tu mamá en aquel momento?
Mark contestó:
—Estaba donde está ahora.
—¿Seguro? —insistió Waring.
—Aja —dijo Amy—. Jugábamos al juego.—¿Al juego?
Priscilla comenzó a explicar:
—Sólo es un jueguecito...
Fue interrumpida por un ademán preventivo del sargento Waring. Aquél era el momento temido por Priscilla. Sin saber por qué, en todo instante tuvo la seguridad de que la sentencia final se encontraría en el juego.
—¿Qué pasa con él? — inquirió Waring, como sin darle importancia—. ¿De qué clase de juego se trata? Mark tomó la palabra.
—Lo jugamos con mamá. Es muy divertido. Preparamos sorpresas. Compramos cosas... o las hacemos... Luego decimos: "¿A ver si adivinas?"
—¿A ver si adivinas? —repitió el sargento, como un eco.
—Claro —intervino Amy—. Mamá dice: "A ver si adivinas lo que he hecho por ti". Y nosotros tratamos de acertar con la sorpresa.
—O decimos: "Adivina lo que hecho por ti". Y mamá trata de acertar —añadió Mark.
—Sigue —apremió Waring.
—Bueno, después de que mamá y papá... —bajó la voz— tuvieron la pelea, mamá dijo que jugáramos al juego. —Alzando de nuevo la voz y mirando a su hermana, siguió—: Así que Arny y yo nos fuimos al dormitorio para pensar en la sorpresa que podíamos darle a mamá. Y mamá se quedó aquí, imaginando una para nosotros.
—Luego, cuando oíste gritar a tu padre, viniste junto a tu mamá. ¿No? ¿Estaba ella en el sofá?
—¡Oh, sí! —aseguró Amy—. Tumbada. Vinimos a decirle nuestra sorpresa. ¿Quiere usted saber cuál era?
—No —dijo el sargento, riendo—. Un secreto es un secreto. Solamente deseaba averiguar si sabías dónde estaba tu madre.
Se volvió a Priscilla:
—Creo que con esto todo queda aclarado, señora Farnham. Como es lógico, tras la autopsia habrá una encuesta, pero será un asunto de mera rutina.
—¿Tendrán que volver a interrogar a los niños? — preguntó Priscilla.
—No creo. Esta ha sido ya una dura prueba para ellos.
Waring estrechó las manos de Mark y Amy y les dio las gracias.
—Lo siento, señora Farnham —dijo—. Espero no haberla molestado con exceso. Ya imagino que la trágica muerte de su marido la habrá trastornado mucho y que no era el momento más oportuno para importunarla con mis preguntas, pero.., era mi deber.
—Comprendo, sargento Waring. Y gracias por mostrarse tan considerado con los niños.
—No tiene importancia —replicó Waring—. Yo también tengo hijos. —Hizo una señal a Tibble para que le acompañara y ambos salieron de la suite, cerrando cuidadosamente la puerta tras ellos.
Priscilla permaneció inmóvil un largo momento, sin atreverse a creer que todo hubiera concluido. Luego sonrió a los pequeños, que permanecían callados frente a ella.
Amy, con impaciente expresión, rompió el silencio.
—Mamá, no nos has dicho tu sorpresa —dijo—. Te has olvidado.
—No, no me he olvidado —replicó Priscilla, con un deje de tristeza.
Muy pronto les diría lo que había hecho por ellos. Cuando llegara el momento de sentarse con sus hijos y explicarles que hoy el juego se había jugado muy mal.
No, no se había olvidado. Ni olvidaría nunca el momento en que Mark y Amy le menearon, gritando:
—¡A ver si adivinas!
Entre sueños, ella preguntó:
—¿Qué?
Los niños, con rostros relucientes por la sorpresa que le tenían preparada, la llevaron a rastras a la terraza, señalaron por encima de la barandilla y, con cantarínas voces, exclamaron:
—¡Adivina lo que hemos hecho hoy por ti!
Mike Marmer .
"Panorama desde la Terraza" en Prohibido a los Nerviosos, selección de Alfred Hitchcook.
"Panorama desde la Terraza" en Prohibido a los Nerviosos, selección de Alfred Hitchcook.
2 comentarios:
Y, es que, no te supones el final hasta que lo tienes en las narices!
:O
Tu me envicias a leer...
♥ u
:D
Por cierto! Muy buena la nueva imagen del blog :DD
Publicar un comentario