no puede servirte de mucho. Cada quien tiene la corona que se labra. Mira nomás lo que has hecho con tu vida, con tu pobrecito cuerpo. Ya ni siquiera me das asco, ahora te tengo lástima, ¿y sabes por qué? Porque estás sepultado en un abismo de oscuridad y no haces nada por buscar la luz. ¿Desde hace cuánto no te confiesas? ¿Desde cuándo no vas a misa? Mira, Efrén, te voy a llamar por tu nombre de antes, porque el de ahora me repugna, mira, hijito, si querías hacerme sufrir con tus desfiguros, si pensaste que tus escándalos me iban a amargar la vida, te equivocaste, mi amor: yo sigo igual, vieja y achacosa, pero en paz con mi conciencia, en cambio tú te emborrachas a solas, tomas pastillas para dormir y de noche te oigo rechinar los dientes como alma en pena. Ya lo ves, sólo te hiciste daño a ti mismo. Quién te mandó, zopilote, salir al campo a volar. ¿Para eso violaste todas las reglas del pudor y de la decencia? ¿Para eso deshonraste nuestro apellido? Con el diablo no se juega, muchacho. Ahora que viene a pasarte la factura corres a refugiarte bajo mis faldas. Pero no me pidas perdón a mí: sólo Cristo con su infinita misericordia podrá salvarte del fuego eterno.
Llora, eso te hará bien, llora hasta desahogar toda la ponzoña que llevas dentro. Así llorabas de niño cuando yo te castigaba por tus malas mañas. Oh, Dios, cuánto batallé para darte una educación y un futuro. Otra en mi lugar te hubiera entregado a un hospicio cuando tus padres se mataron en la carretera. No dejaron nada, sólo deudas, y bien sabes que yo, con las pobres ganancias de la mercería y mis chambitas de costurera, apenas ganaba para malcomer y mantener esta humilde casa. Cuántas veces me quité el pan de la boca para dártelo a ti. Cuántas veces me privé de mis pequeños placeres para comprarte un juguete o una golosina. ¿Y cómo me pagaste esos sacrificios? Con una lanza clavada en mi costado, como los centuriones le pagaron al redentor. Muy temprano descubrí tus torcidas inclinaciones. A los cinco años preferías jugar con mis figurines que patear la pelota con los niños del parque, no soportabas los programas violentos de la tele y en cambio te quedabas hechizado con las funciones de ballet. Pero yo pensaba: cuando crezca se le pasará, lo que necesita esta criatura es un poco de rigor y disciplina para hacerse varón. Por eso, en mala hora, te mandé a estudiar con los padres maristas en vez de enviarte a una escuela oficial. Como la colegiatura costaba un Potosí, tuve que ponerme a coser por las noches, a riesgo de quedarme ciega. ¿Y todo para qué? Para que el infeliz mocoso, en la primera semana de clases, tuviera la maldita ocurrencia de besar en la boca a su compañero de banca, un muchacho de excelente familia, emparentado con el gobernador. Y ni siquiera fue a escondidas, no, ¡tuviste que hacer tu mariconada enfrente de todo el salón!
La escena en el despacho del prefecto, donde tu profesor te acusó en presencia del niño ofendido, fue uno de los tragos más amargos de mi vida. Te abrí la boca de un bofetón, ¿recuerdas? Tú me mirabas con asombro, como si hubieras esperado que saliera en tu defensa, y ahora mismo, después de tantos años, podría jurar que aún me guardas rencor. Sí, Efrencito, nadie como tú para cultivar el resentimiento. Lo riegas cada mañana con agua tibia, lo sientes crecer en tus vísceras como una orquídea de invernadero. Gracias a Dios, a esa edad todavía eras dócil: reprimías tus berrinches y nunca me repelabas cuando te daba coscorrones por contonearte demasiado en la calle. Pero sólo fingías mansedumbre mientras esperabas el momento de hincarme los dientes. La oportunidad llegó el día de tu primera comunión. Como en la escuela te habías convertido en un apestado, sólo pude invitar a la familia y a tus amigos de la colonia. En la iglesia todo había salido a pedir de boca: estabas monísimo con el hábito de monaguillo, tomaste la hostia con devoción y al salir del templo caminabas con paso marcial, como un ferviente soldadito de Cristo. En la merienda con galletas y ponche ofrecida a los invitados te comportaste con tal seriedad que hasta pensé: Dios ha obrado el milagro de enderezarlo. Pero qué va: Dios no cumple antojos ni endereza jorobados. Saliste con los niños a jugar en el patio y las señoras nos quedamos platicando en la sala. De pronto cesó la gritería, mi amiga Licha fue a ver qué pasaba allá afuera y ¡oh sorpresa!: te habías maquillado con mis cosméticos y estabas pintándole los labios a tus amigos. No me pegues, gritaste cuando te cogí del pelo, estábamos jugando al salón de belleza. Ojalá hubiera muerto de la bilis en ese momento. Me hubiera evitado la pena de verte convertido en un adefesio repudiado por toda la gente de bien.
Cuando llegaste a la adolescencia ya no hubo manera de sujetarte la rienda. Junto con la niñez perdiste el decoro, al punto de que ya no te quisieron aceptar en el Colegio Militar, donde la ingenua de mí creía que podían corregirte. Los vagos de la calle imitaban tus andares, los dependientes de la panadería te gritaban leperadas, tu nombre estaba escrito en todas las bardas de la colonia, acompañado de albures y epítetos denigrantes: Efrén quiere que le den, Efrén cacha granizo, Efrén se la come doblada. Como tus modales de señorita escandalizaban al vecindario, el padre Justiniano me rogó que fuéramos a misa de siete y nos sentáramos en la última fila, para no llamar la atención. Querías estudiar una carrera técnica y dije de acuerdo, en pocos años tendrá un oficio y se largara a la capital para vivir su vida. Como quien dice, ya no quería queso sino salir de la ratonera, librarme de ti para recuperar el aprecio de mis vecinos. Pero en vez de largarte a México, donde la gente como tú puede perderse en la multitud, al terminar la carrera de contabilidad conseguiste trabajo en una empresa textil de Puebla, donde te las ingeniaste para disimular tus rarezas. Confíésalo; en realidad no eras tan amanerado, de lo contrario no habrías conseguido trabajo, más bien te afeminabas adrede para hacerme sufrir. Yo no entendía tu apego al terruño. Cuando descubrí el motivo se me vino el alma a los pies. Dime, infeliz: ¿cómo pudiste hacerte amante de un mecánico soldador veinte años mayor que tú, casado y con hijos, sin la menor consideración por su pobre familia? Lo peor fue cuando la esposa vino a reclamarme a la mercería. Era una pelada. En otras circunstancias la hubiera echado a la calle, pero con gran dolor de mi orgullo me vi obligada a pedirle disculpas. No se preocupe, le dije, yo me encargo de meter en cintura al chamaco. Quería denunciarte a la policía, y si no es por mis ruegos, ten por seguro que te hubiera refundido en la cárcel. Pero esa noche, cuando volviste a casa y te eché en cara la monstruosidad que habías cometido, te pusiste muy gallito en vez de agradecerme el favor. Perdida la vergüenza, cubriste de injurias a la esposa del mecánico y me gritaste que ese pelafustán era el gran amor de tu vida. Pero cuál amor, te grité furiosa, y ahora te lo repito: el amor de la gente como tú es una enfermedad venérea, una infección parecida a la lepra. Tomado de la oreja te llevé al baño y de un tirón te bajé los pantalones. Eres un macho, mírate al espejo, ¿no ves ese badajo que te cuelga en la ingle? ¡Pues un día de estos te lo voy a cortar si te sigues comportando como una mujer!
Por tu conducta discreta y respetuosa...
Por tu conducta discreta y respetuosa en las semanas siguientes, creí que mi duro regaño había tenido un efecto saludable sobre tu conciencia. Me dio una gran alegría saber que habías vuelto a confesarte con el padre Justiniano, y ante Dios habías hecho propósitos de enmienda, descorazonado por la noticia de que tu mecánico se había mudado a Cuautla con su familia. Dejaste de usar pantalones entallados, te planchabas el pelo con brillantina como los conscriptos, y hasta hiciste el esfuerzo de leer periódicos deportivos. Complacida por tu formalidad, no me inquietó demasiado que cambiaras el empleo en la compañía textil por una plaza de contador en un bar del centro. El único problema es que voy a desvelarme un poco, me dijiste muy compungido, tengo que hacer el corte de caja pasada la medianoche. Ahora ganabas un poco mejor y de vez en cuando me invitabas a comer o me traías algún regalito. Por esas fechas la ciudad esperaba con sus mejores galas la primera visita de Su Santidad Juan Pablo II. Será por supersticiosa, pero yo atribuí tu cambio de carácter a la visita papal. Contagiada por el júbilo de los poblanos, adorné el zaguán con los colores de la Santa Sede, y el día en que Juan Pablo paseó en carro descubierto por la calle Reforma, me fui a verlo a casa de las Fernández de Zamacona. Mi corazón se inundó de gozo cuando el Sumo Pontífice bendijo con la mano a los espectadores de los balcones. Mis amigas habían preparado una rica merienda, y como los rompopes nos habían puesto un poco alegres, la charla se prolongó hasta las once y media. Para volver más pronto a casa corté camino por la calle 13 Sur, sin sospechar que se había vuelto una zona de tolerancia. De las cantinas salían hombres beodos que trastabillaban al andar y en cada esquina dos o tres mujeres del ganado bravo fumaban con impaciencia esperando clientes. Ni por ser un día de fiesta religiosa habían dejado de practicar su inmundo comercio. Al cruzar el almacén de telas, donde la calle se oscurecía por las deficiencias del alumbrado, descubrí atónita que las meretrices paradas en la banqueta ya no eran hembras, sino mujercitos. Me cambié de banqueta para eludirlos y entonces te descubrí: llevabas una peluca rubia con rayos, botas altas hasta las rodillas y minifalda de cuero. Tenías las piernas tan bien depiladas que cualquiera te hubiera tomado por una mujer de verdad. En ese momento un automóvil se detuvo junto a ti, cruzaste unas palabras con el conductor y te subiste al asiento delantero con aires de vampiresa. Ni siquiera me dio tiempo de gritarte. Muda como una piedra, avergonzada de haber nacido, la bendición de Su Santidad me quemaba el pecho como una marca de hierro candente.
Necesitaba un trago para reponerme de la impresión y cuando llegué a casa me tomé cuatro copas de jerez como si fueran agua. En la televisión, un coro infantil cantaba en honor del Santo Padre: "Tú eres mi hermano del alma realmente el amigo", y esas vocecillas angelicales, no sé por qué, me inflamaron de cólera santa. En una maleta cuidadosamente oculta bajo el armario de las medicinas encontré tu infecto vestuario: vestidos de lentejuela con atrevidos escotes, pelucas, lencería de colores chillones, tacones dorados de plataforma. Eché toda la ropa en una canasta y subí a la azotea decidida a prenderle fuego para acabar con ese foco de infección. Pero las emociones del día me habían alterado los nervios y a media escalera de caracol mis piernas flaquearon. Por más que jalaba aire no podía respirar, de pronto todo se quedó a oscuras. Ni siquiera pude meter las manos al rodar por las escaleras y sólo comprendí la gravedad de lo sucedido cuando abrí los ojos en el cuarto del hospital, vendada de pies a cabeza como las momias de Guanajuato. Dime, Señor, si el pecador es él, ¿por qué me tocó a mí pagar sus culpas? Siempre has negado tu responsabilidad en el accidente, pero sabes de sobra que fuiste el causante de mi desmayo. ¿Quién me había puesto en ese estado de zozobra? ¿Quién me empujó en la escalera sino tu perfidia, tu refinada crueldad? Reconócelo, canalla: estoy paralítica por tu culpa. Dale gracias a Dios que odio los escándalos, pues pude haber presentado una denuncia legal en tu contra. Pero primero muerta que salir retratada en la nota roja como víctima de un travesti asesino.
Desde entonces no he tenido vida, sólo un camino sembrado de abrojos. Estamos a mano, hijo: primero fuiste una carga para mí, ahora yo lo soy para ti. Debo reconocer que no me has escatimado las atenciones. Gracias a tu éxito con los ricos degenerados, en poco tiempo ganaste más que yo en toda una vida de honesta labor. Te has esmerado en llevarme con los mejores doctores de la ciudad, sin duda alguna para aplacar tu sentimiento de culpa. Si fueras un trabajador honrado, tendría una deuda de gratitud enorme contigo. No lo voy a negar, disfruto mucho la silla de ruedas eléctrica, el sofá reclinable y el televisor con pantalla gigante donde veo cada tarde la barra de telenovelas. Pero cuando pienso de dónde han salido estas comodidades, el hígado se me hace moño. Lo que se da sin fineza se acepta sin gratitud. Preferiría mil veces comer pan y agua, dormir en un catre piojoso, morir lentamente por falta de medicinas, antes que padecer esta ignominia. Lo más doloroso ha sido tener que mentir para salvar las apariencias. Yo, que siempre amé la verdad por encima de todas las cosas, me he visto en la obligación de sostener una farsa para hacerle creer a mis pocas amigas que sigues trabajando de contador. Heme aquí convertida en una vulgar embustera, en una encubridora de la peor calaña. Y como ahora dependo completamente de ti, has aprovechado mi debilidad para imponer tus reglas del juego y obligarme a renegar de mis principios morales.
Un buen día se te hizo fácil venir a casa vestido de mujer y en el colmo del cinismo quisiste que te llamara Fuensanta, como te dicen todos tus compañeros de oficio. Dios sabe cuánto me resistí a ser tu cómplice en esa abominable suplantación de sexos. Por más que hicieras caras largas, yo te seguía diciendo Efrén, y cuando me tocaba contestar el teléfono respondía con enfado: ¡Aquí no vive ninguna Fuensanta! Pero tú recurriste a las más viles técnicas de extorsión para hacerme morder el polvo. Jamás olvidaré tu criminal proceder cuando tuve el ataque de cólico. ¡Efrén, te grité, ven por favor a ponerme el cómodo! Tú estabas abajo jugando canasta con tu palomilla de anormales y te hiciste el sordo para castigarme por no hablarte en femenino. Querías ostentar tu poder delante de esa gentuza, a la que tantas veces le colgué el teléfono, y fingiste sordera más de tres horas mientras yo me desgañitaba, torturada por los atroces retortijones. Cuando el colchón de la cama ya era una letrina y las moscas revoloteaban a mi alrededor, la necesidad me obligó a deponer el orgullo y te rogué con tono comedido: ¡Fuensanta, ven por favor! Sólo entonces interrumpiste la partida de cartas para venir en mi auxilio.
Engreído por tu victoria, a partir de entonces me has humillado con una perversidad sin límites. Dime, descastado: ¿qué necesidad tenías de traer a tus clientes a la casa, en vez de hacer tus marranadas en moteles de paso? Ninguna, simplemente querías darte el gusto de restregarme en la cara tus perversiones. Hasta dejabas entornada la puerta de tu cuarto a propósito, para que yo presenciara desde el mío los acoplamientos contra natura cuando estaba recostada en el sofá y no podía moverme a otra parte. Aun con los ojos cerrados oía los rechinidos del colchón y no podía evitar los malos pensamientos. Para colmo, al día siguiente me encontraba los condones usados en el retrete. ¿No podías haberle pedido a esos barbajanes que tuvieran un poco más de higiene, un poco más de consideración con tu pobre tía? ¿O la exhibición de los condones era la parte más divertida de tu nefando placer? Pero a fin de cuentas la justicia celestial impone sus leyes. Si ahora estás derrotado y contrito, si odias hasta el aire que respiras y te has encerrado a piedra y lodo como un leproso, es porque allá en el cielo, donde todo se sabe, la Divina Providencia está cobrándote ojo por ojo y diente por diente.
Si hubieras seguido despeñándote en el vicio sin cambiar de naturaleza, quizá tendrías aún posibilidades de salvación. Pero ¿quién te mandó someterte a esa costosa cirugía para cambiarte los órganos genitales? Antes de esa horrible mutilación eras sólo un alma extraviada: ahora ya no perteneces al género humano, eres un espantajo, una morbosa atracción de feria, como la mujer serpiente y el niño con dos cabezas. Adiviné lo que andabas fraguando desde que trajiste a la casa los folletos médicos en inglés y al escuchar a hurtadillas tus llamadas telefónicas confirmé mis temores. Cuando lo tenías todo listo para largarte a la clínica de Chicago, cumplí con el deber moral de expresarte mi más enérgica condena a la operación. ¿Y cuál fue tu respuesta? Una demencial risotada. ¿Quién te entiende, tía?, me dijiste. Primero querías castrarme y ahora te enojas porque voy a hacer tu santa voluntad. Pero el que ríe al último ríe mejor. En el fondo, lo que buscabas con ese cambio era recobrar la dignidad, salir del hediondo subsuelo donde reptabas y volver al mundo de la gente normal, ¿no es cierto? Pues te salió el tiro por la culata. Mira cómo estás ahora, mira nomás en lo que has venido a parar. Eso es, llora más fuerte y repite conmigo: por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa. ¿Te extraña el rechazo de la gente respetable? ¿Y que esperabas, iluso? ¿Una bienvenida con cuetes y serpentinas?
Regresaste de Chicago más cambiado por dentro que por fuera. Para sorpresa mía y de toda tu palomilla, en vez de estrenar tu cuerpo feminoide pavoneándote por las calles, me pediste que te enseñara a cocinar, y empezaste a tomar clases de bordado. De un día para otro, la vulgar trotacalles se había convertido en una mujer de hogar. Cuando tus amigos prostitutos te invitaban a salir de juerga les contestabas muy seria: vayan ustedes, ya no me gusta beber, los médicos me prohibieron las desveladas. Quién lo dijera; en el fondo la obsesión de tu vida, el sueño que habías acariciado desde la infancia, era ser una joven casadera. Nunca me lo dijiste con claridad, porque la comunicación entre los dos se había reducido al mínimo, pero nadie te conoce mejor que yo. Tía Nela no tiene un pelo de tonta. Tía Nela ha aprendido mucho en la universidad de la vida. Tía Nela sabe escudriñar los recovecos del corazón. Como buena poblana de clase media, la meta suprema de tu existencia era hacer un buen matrimonio y quién sabe si en tus locas fantasías no abrigaste incluso la ilusión de ser madre.
Al principio, lo confieso, no vi con malos ojos tu cambio de conducta. Hasta orgullosa me puse cuando arrumbaste tus prendas de mujerzuela para copiar mi forma de vestir. Las blusas con puño de encaje, las medias de hilo color carne, los zapatos bajos y las faldas escocesas por debajo de la rodilla no eran ciertamente el atuendo más apropiado para una chica moderna. Pero de cualquier modo, tu nuevo aspecto era una señal de respeto hacia mí. Así fuera de un modo retorcido, mis sacrificios y mis desvelos habían dado fruto, pues ahora seguías como mujer el ejemplo que no te pude inculcar como hombre. Pero una cosa era estar complacida con tu decencia y otra que yo te siguiera el juego cuando perdiste la chaveta y empezaste a buscar marido. Qué poco me conoces, hijito. ¿Acaso pensaste que te iba a servir de tapadera para engañar a un pobre inocente?
Como en Puebla tu reputación estaba por los suelos, preferiste buscar un novio chilango. Y como dice el refrán, nunca falta una media rota para una pierna podrida. Pobre Gustavo, era la víctima ideal. Como sólo venía dos veces por semana a Puebla, para supervisar la fábrica donde trabajaba, y no tenía amigos en la ciudad, nadie podía ponerlo al corriente de tu pasado. Su timidez y su buena crianza te permitieron llevar la engañifa hasta extremos intolerables. Como él sí era católico de a de veras, sólo se atrevía a tomarte de la mano en la sala mientras escuchaban discos de Julio Iglesias, sin aventurarse jamás a caricias mayores. El pobre pensaba que la consumación del amor carnal sólo debe llegar con el matrimonio y tú le hiciste creer que eras virgen. Ja, ja, sí lo eras, pero sólo del orificio recién abierto en tu cuerpo. Por lo menos debiste dejarme fuera de la comedia. Pero como necesitabas completar el cuadro de la armonía familiar, de la moralidad intachable, me incluías en las veladas de sobremesa como una actriz de reparto. Total, pensaste, la vieja ya dobló las manos al llamarme Fuensanta y ahora tiene que tragar camote. Mientras Gustavo se dedicó a medir el terreno y a cortejarte con discreción, tuve la esperanza de que todo concluyera pronto, sin consecuencias graves. Pero el pobre se había enamorado como un colegial. Cuando te propuso matrimonio delante de mí, pensé que, por una elemental honradez, finalmente ibas a quitarle la venda de los ojos. ¡Qué esperanza! En lugar de eso te ruborizaste como una chiquilla, y musitaste un tímido sí con la voz quebrada por la emoción. Cuando los vi besarse en los labios no pude contener un gruñido de protesta, que tú achacaste a mis problemas gástricos. Trágame tierra, pensaba yo, devórame en este instante para no ver más horrores. Fuiste muy astuta, eso sí lo reconozco, fuiste muy lagartona al pedirle que se casaran en México, donde nadie te conoce, en vez de celebrar la boda en Puebla, donde te hubieran corrido a patadas de cualquier templo. ¡Cuántas noches de insomnio pasé mortificada por tu artero engaño, con la oprobiosa certeza de vivir en pecado mortal!
Como tú estabas tan alegre con los preparativos de la boda, ni siquiera notaste mi enconada lucha interior. En tu extrema locura, llegaste a creer que la aberrante boda me hacía feliz. Pues no, óyelo, bien, ¡jamás estuve de acuerdo! Sólo aparentaba estarlo por el miedo al escándalo. Habían empezado a correr las amonestaciones y una voz interior me reprochaba mi cobarde silencio. Por eso, cuando Gustavo se presentó en la casa sin previo aviso el día que tú saliste a recoger el vestido de novia, no pude contenerme y le solté la verdad: Fuensanta no es mujer, se llama Efrén y es un joto operado, todavía estás a tiempo de cancelar la boda. El pobre muchacho se demudó de asombro. Como era tan noble, no creía que semejante cosa fuera posible y me pidió detalles de la operación. Sólo me creyó cuando le mostré tu cartilla del servicio militar. Para ti soy una traidora, lo sé. Pero ante Dios y ante los hombres sólo obedecí el dictado de mi conciencia.
Llora de dolor, llora de amargura, pero no me mires con esos ojos de basilisco. Así empezaste a verme cuando pasaron los días y Gustavo no daba señales de vida. Faltó a las charlas con el cura de la capital que los iba a casar y en su casa siempre te decían que estaba de viaje. Yo no quise abrirte los ojos, porque, la verdad, a esas alturas ya me dabas miedo. Cuando descubra quién lo delató, pensaba, se pondrá como un energúmeno y querrá mandarme a un asilo de inválidos. Ignoro cómo te fuiste a enterar de lo sucedido: quizá Gustavo te dio una última entrevista para aclarar las cosas, quizá uno de sus hermanos o su propia madre te leyó la cartilla. Nunca me diste explicaciones, ni yo tuve tiempo de pedírtelas, porque el día de tu venganza no me dejaste hablar. Había dormido una siesta y aún no me despertaba del todo cuando entraste a mi cuarto con tu vestido de novia, el delineador de cejas corrido por el llanto, como un muñeca de cera derretida, y con tus recias manos de varón apretaste mi cuello hasta quebrarme la tráquea. Desde entonces no te has vuelto a quitar el vestido blanco. Lo has percudido de tanto arrastrar la cola por el suelo y a veces, como ahora, te pones mi chal encima para remedarme frente al espejo. Ni siquiera muerta me tienes respeto. ¿Cómo te atreves a dejar mi cuerpo insepulto a merced de los gusanos? Pero mi legado es inmortal como el de todos los mártires. Mi voz sobrevive en tu boca, mi alma se ha mudado a un cuerpo artificial, deforme, grotesco, pero en ella sigue viva la llama de la fe. Te ordeno coger la pistola que está encima del tocador. Vamos, cobarde, apúntate a la sien y jala el gatillo. ¿Entiendes ahora hasta dónde llega mi autoridad sobre ti?
Serna, Enrique.
3 comentarios:
Me he sentido como viendo la película de Psicosis de nuevo. AMO ESTE RELATO.
Así no termina, yo tengo el libro y así no es el desenlace.
¿De verdad? Entonces mi fuente está incompleta... ¿sería posible que colaboraras compartiendo lo que falta? :P
Publicar un comentario