8/17/2010

La Dicha (Guy de Maupassant)

Era la hora del té, antes de que entraran las lámparas. El chalet dominaba el mar; el sol, desaparecido, había dejado el cielo todo rosado a su paso, frotado de polvo de oro; y el Mediterráneo, sin una arruga, sin un temblor, liso, brillante aún bajo la luz agonizante, parecía una placa de metal bruñido y desmesurado.
A lo lejos, a la derecha, las montañas dentadas dibujaban su perfil negro sobre la púrpura descolorida del ocaso.
Se hablaba del amor, se discutía este viejo tema, se repetían cosas que se habían dicho ya con mucha frecuencia. La dulce melancolía del crepúsculo alargaba las palabras, hacía flotar un enternecimiento sobre las almas, y la palabra «amor», que reaparecía sin cesar, ora pronunciada por una fuerte voz masculina, ora dicha por una voz femenina de ligero timbre, parecía llenar la sala, revolotear por ella como un pájaro, planear sobre ella como un espíritu.
¿Se puede amar varios años seguidos?
«Sí, pretendían unos.
—No», afirmaban otros.
Se distinguían los casos, se establecían demarcaciones, se citaban ejemplos; y todos, hombres y mujeres, llenos de recuerdos que brotaban turbadores, que no podían citar y que ascendían a sus labios, parecían emocionados, hablaban de esa cosa trivial y soberana, el acuerdo tierno y misterioso de dos seres, con profunda emoción y ardiente interés.
Pero, de repente, alguien, con los ojos clavados a lo lejos, exclamó:
«¡Oh! ¡Miren allá abajo! ¿Qué es eso?»
Sobre el mar, al fondo del horizonte, surgía una masa gris, enorme y confusa.
Las mujeres se hablan levantado y contemplaban sin comprenderla aquella cosa sorprendente que nunca hablan visto.
Alguien dijo:
«¡Es Córcega! Se la divisa así dos o tres veces al año en ciertas condiciones atmosféricas excepcionales, cuando el aire, de una perfecta limpidez, no la oculta con esas brumas de vapor de agua que siempre velan la lontananza. »
Se distinguían vagamente las crestas, creyeron reconocer la nieve de las cumbres. Y todos estaban sorprendidos, turbados, casi asustados por aquella brusca aparición de un mundo, por aquel fantasma salido del mar. Acaso tuvieron esas mismas extrañas visiones quienes partieron, como Colón, a través de los océanos inexplorados.
Entonces un viejo caballero, que todavía no había hablado, dijo:
«Fíjense, he conocido en esa isla, que se alza ante nosotros como para responder a lo que decíamos y traer a mi memoria un singular recuerdo, he conocido un ejemplo admirable de un amor constante, de un amor inverosímilmente dichoso.
»Es éste.»
Hice, hace cinco años, un viaje a Córcega. Esa isla salvaje es más desconocida y está más lejos de nosotros que América, aun cuando se la vea a veces desde la costas de Francia, como hoy.
Fígúrense un mundo todavía caótico, una tempestad de montañas separadas por estrechos barrancos por donde corren torrentes; ni una sola llanura, sino inmensas olas de granito y gigantescas ondulaciones de tierra cubiertas de maleza o de altos bosques de castaños y pinos.. Es un suelo virgen, inculto, desierto, aunque a veces se divise una aldea, semejante a un montón de rocas en la cima de un monte. Nada de cultivos, ni la menor industria, ni el menor arte. Jamás se encuentra un pedazo de madera labrada, un trozo de piedra esculpida; jamás un recuerdo del gusto infantil o refinado de los antepasados por las cosas graciosas y bellas. Eso mismo es lo que más impresiona en ese soberbio y duro país: la indiferencia hereditaria hacia esa búsqueda de formas seductoras que se llama el arte.
Italia, donde cada palacio, lleno de obras maestras es Una obra maestra en sí, donde mármol, madera bronce, hierro, metales y piedras atestiguan el genio del hombre, donde los más menudos objetos antiguos que rondan por las viejas mansiones revelan esa divina preocupación por la gracia, es para todos nosotros la patria sagrada a la cual amamos porque nos muestra y nos prueba el esfuerzo, la grandeza, el poderío y el triunfo de la inteligencia creadora.
Y, frente a ella, la Córcega salvaje ha perdurado tal como en sus primeros días. Los seres viven allá en rústicas casas, indiferentes a cuanto no afecte a su propia existencia o a sus querellas de familia. Y han conservado los defectos y cualidades de las razas incultas: violentos rencorosos, sanguinarios con inconsciencia, pero también hospitalarios generosos, abnegados ingenuos, con las puertas abiertas a los transeúntes y dispuestos a una fiel amistad ante el menor indicio de simpatía.
Desde hacía un mes, pues, vagaba yo a través de esa isla magnífica, con la sensación de estar en el fin del mundo. Nada de posadas, nada de tabernas, nada de carreteras. Uno llega, por senderos de cabras, a esos villorrios colgados del flanco de las montañas, que dominan abismos tortuosos desde donde se oye ascender, de noche, el ruido continuo, la voz sorda y profunda del torrente. Uno llama a la puerta de las casas. Pide un abrigo para la noche y con qué sustentarse hasta el día siguiente. Y uno se sienta a la humilde mesa, y duerme bajo el humilde techo; y estrecha por la mañana, la mano extendida del anfitrión que os condujo hasta los limites de la aldea.
Ahora bien, una tarde, después de diez horas de marcha, llegué a una pequeña vivienda totalmente aislada en el fondo de un estrecho valle que iba a arrojarse al mar una legua más adelante. Las dos rápidas pendientes de la montaña, cubiertas de maleza, de rocas desprendidas y de grandes árboles, encerraban cual dos sombrías murallas este barranco lamentablemente triste.
En torno a la choza, algunas vides, un jardincillo y, más lejos, unos grandes castaños; en fin, algo con que vivir, una fortuna para ese país pobre.
La mujer que me recibió era vieja, severa y limpia, excepcionalmente. El hombre, sentado en una silla de enea, se levantó para saludarme, después volvió a sentarse sin decir una palabra. Su compañera me dijo:
«Discúlpelo, está sordo. Tiene ochenta y dos años.» Hablaba el francés de Francia.
Me sorprendió
Le pregunté:
«¿No es usted de Córcega?»
Respondió:
«No, somos continentales Pero hace cincuenta años que vivimos aquí.»
Me invadió una sensación de angustia y de miedo ante la idea de aquellos cincuenta años transcurridos en aquel oscuro agujero, tan lejos de las ciudades donde habitan los hombres. Regresó a la casa un viejo pastor, y nos pusimos a comer el único plato de la cena: una sopa espesa en la que habían cocido juntos patatas, tocino coles.
Cuando la corta comida terminó, fui a sentarme delante de la puerta, con el corazón oprimido por la melancolía del lúgubre paisaje, embargado por ese desamparo que asalta a veces a los viajeros en ciertas noche tristes, en ciertos parajes desolados. Parece que todo está a punto de acabar: la existencia y el universo Se percibe bruscamente la espantosa miseria de la vida, el aislamiento de todos, la nada de todo, y la negra soledad del corazón que se acuna y se engaña a sí mismo con sueños hasta la muerte.
La anciana se reunió conmigo y, torturada por esa curiosidad que vive siempre en el fondo de las almas más resignadas, me dijo:
«Entonces, ¿viene usted de Francia?
—Sí, viajo por placer.
—¿Es usted de París, acaso?
—No, soy de Nancy.»
Me pareció que una honda emoción la agitaba. No sé cómo lo vi, o mejor dicho lo noté.
Repitió con voz lenta:
«¿Es usted de Nancy?»
El hombre apareció en la puerta, impasible como los sordos.
Ella prosiguió:
«No importa. No oye.»
Después, al cabo de unos segundos:
«Entonces, ¿conoce usted gente en Nancy?
—Claro que sí; a casi todo el mundo.
—¿A la familia de Sainte-Allaize?
—Sí, muy bien; eran amigos de mi padre.
—¿Cómo se llama usted? »
Le dije mi nombre. Me miró fijamente, y después pronunció con esa voz baja que despiertan los recuerdos:
«Sí, sí, me acuerdo muy bien. Y los Btisemare, ¿qué ha sido de ellos?
—Todos han muerto.
— ¡Ah! Y a los Sirmont ¿los conocía?
—Sí, el último es general »
Entonces temblando de emoción, de angustia, de no se qué sentimiento confuso poderoso y sagrado, de no sé qué necesidad de confesar, de decirlo todo, de hablar de cosas que había tenido encerradas hasta entonces en lo hondo del corazón, y de personas cuyo nombre trastornaba su alma:
«Sí, Henri de Sirmont Lo sé muy bien. Es mi hermano. »
Y yo alce los ojos hacia ella, pasmado por la sorpresa. Y de repente volvió a mí el recuerdo.
El hecho había provocado, en tiempos un gran escándalo en la noble Lorena. Una joven, hermosa y rica, Suzanne de Sirmont, había sido raptada por un suboficial de húsares del regimiento que mandaba su padre.
Era un guapo mozo, hijo de campesinos pero que llevaba con garbo el dormán azul, aquel soldado que había seducido a la hija de su coronel. Ella lo había visto, se había fijado en él, lo había amado al ver desfilar los escuadrones, sin duda. Pero ¿cómo le había hablado, cómo habían podido verse, entenderse? ¿Cómo se había atrevido a darle a entender que lo amaba? Eso jamás se supo.
Nadie había adivinado nada, presentido nada. Una noche, cuando el soldado acababa de licenciarse, desapareció con ella. Los buscaron, no los encontraron. Jamás se tuvieron noticias de ellos, y la dieron por muerta.
Y yo la encontraba así en aquel siniestro valle.
Entonces proseguí a mi vez:
«Sí, me acuerdo muy bien. Usted es la señorita Suzanne»
Dijo que sí con la cabeza. Por sus mejillas corrían las lágrimas. Entonces, señalándome con una mirada al anciano inmóvil en el umbral de la casucha, me dijo:
«Es él.»
Y comprendí que lo seguía amando, que lo veía aún con sus ojos seducidos.
Pregunte:
«¿Ha sido usted feliz, al menos?»
Respondió con una voz que brotaba del corazón:
«¡Oh! Sí, muy feliz. Me hizo muy feliz. Jamás lamenté nada.»
La contemplaba triste, sorprendido, ¡maravillado por el poderío del amor! Aquella muchacha rica había seguido a este hombre, este campesino. Se había convertido en una campesina. Se había acomodado a su vida sin encantos, sin lujo, sin delicadezas de ninguna clase, se había plegado a sus sencillos hábitos. Y lo amaba aún. Se había convertido en la mujer de un patán, con cofia, con sayas de lienzo. Comía en una fuente de barro sobre una mesa de madera, sentada en una silla de enea, un caldo de coles y de patatas con tocino. Se acostaba en un jergón a su lado.
¡Jamás había pensado en nada, salvo en él! No había añorado ni las joyas, ni las telas, ni las elegancias, ni la blandura de las sillas, ni la tibieza perfumada de los dormitorios rodeados de colgaduras, ni la suavidad de las plumas donde se hunden los cuerpos para el reposo. Jamás había tenido necesidad de otra cosa que no fuera él; con tal de que estuviera a su lado, no deseaba nada.
Había abandonado la vida, jovencísima, y el mundo, y a quienes la habían criado, amado. Había ido, sola con él, a aquel salvaje barranco. Y él lo había sido todo para ella, todo lo que se desea, todo lo que se sueña, todo lo que se espera sin cesar, todo lo que se aguarda sin fin. El había llenado de dicha su existencia, de un extremo a otro.
No habría podido ser más dichosa.
Y toda la noche, al escuchar el ronco resollar del viejo soldado tendido en su camastro, al lado de ella, que lo había seguido tan lejos, yo pensaba en esta extraña y sencilla aventura, en aquella dicha tan completa, compuesta de tan poco.
Y me marché al salir el sol, tras haber estrechado la mano de los dos ancianos esposos.
El narrador calló. Una mujer dijo:
«Da igual, ella tenía un ideal demasiado fácil, necesidades demasiado primitivas y exigencias demasiado simples. No podía ser más que una boba.»
Otra pronunció con voz lenta:
«¡Qué importa! Fue feliz.»
Y allá abajo, al fondo del horizonte, Córcega se hundía en la noche, regresaba lentamente al mar, borraba su gran sombra aparecida como para contar también la historia de los dos humildes amantes que albergaban sus riberas.



De Maupassant, Guy.
"La Dicha" en Bola de Sebo.

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