6/15/2009

La Risita Adquisitiva, Isaac Asimov

Hanley Bartram era esa noche el invitado de los Viudos Negros, quienes
se reunían todos los meses en su silenciosa guarida y juraban matar a la
mujer que se entrometiera... durante esa noche del mes, al menos.
El número de concurrentes variaba, pero en esa ocasión estaban
presentes cinco miembros.
Geoffrey Avalon era el anfitrión de esa noche. Alto, de bigote
cuidadosamente recortado y una barbita ahora más blanca que negra,
conservaba, sin embargo, el cabello casi tan negro como siempre.
Como anfitrión era su deber ofrecer el brindis ritual que señalaba el
comienzo de la comida en sí. En voz alta y con placer, dijo:
—Por el viejo King Cole, cuya memoria es sagrada. Que su pipa esté
siempre encendida, su plato siempre lleno, su espíritu siempre alto, y por
nosotros, para que seamos tan felices como él durante toda nuestra vida.
Todos contestaron “Amén” se llevaron el vaso a los labios y se
sentaron. Avalon puso la copa a un costado de su plato. Era la segunda y
ahora se hallaba justamente por la mitad. Así permanecía durante el resto
de la comida, sin que la tocara nuevamente. Avalon era abogado en derecho
patentario y su vida social reflejaba toda la minuciosidad de su trabajo. Una
copa y media era todo lo que se permitía en esas ocasiones.

Thomas Trumbull irrumpió por las escaleras a último momento, con su
grito de siempre.
—¡Whisky con soda para un hombre moribundo, Henry!
Henry, camarero de esas reuniones desde hacía ya varios años (sin que
aún ningún Viudo Negro hubiera oído mencionar su apellido), tenía el whisky
y la soda ya preparados. Frisaba por los sesenta, pero tenía la cara lisa y sin
arrugas. Su voz parecía sonar a la distancia, aun mientras hablaba.
—Aquí está, Sr. Trumbull.
Trumbull vio a Bartram en seguida y en un aparte le preguntó a Avalon.
—¿Tu invitado?
—Él me pidió que lo trajera —dijo Avalon, procurando decirlo casi en un
susurro—. Buen muchacho. Te gustará.
La cena era tan variada como los asuntos de los que se ocupaban los
Viudos Negros. Emmanuel Rubin, que también gastaba barba -una barbita
escasa y desigual bajo una boca de dientes muy espaciados-, pertenecía al
género de los escritores y se hallaba ocupado en contar con fruición los
detalles de la historia que acababa de terminar. James Drake, de rostro
rectangular y bigote, pero sin barba, lo interrumpía de vez en cuando
recordando otras historias que guardaban cierta relación con ésa. Drake era
sólo especialista en química orgánica, pero poseía un conocimiento
enciclopédico sobre literatura de todo tipo.
Trumbull, experto en códigos, pasaba por ser un alto consejero del
gobierno y se le había metido en la cabeza demostrar su desprecio por los
pronunciamientos políticos de Mario Gonzalo.
—¡Maldición! —gritaba en su lenguaje menos escabroso—. ¿Por qué no
te quedas con tu idiota pintura abstracta y tus telas de arpillera y dejas los
asuntos mundiales a tus superiores?
Trumbull no se había recuperado de la magnífica exposición que
Gonzalo había hecho algunos meses atrás, y Gonzalo que lo sabía, rió en
tono tolerante y dijo:
—Muéstrame a mis superiores.
—Nombra a uno —replicó. Bartram, bajo y regordete, de cabello crespo,
se mantuvo estrictamente en su papel de invitado. Escuchó a cada uno,
sonrió a todos y habló poco.
El momento llegó, finalmente, cuando Henry sirvió el café y comenzó a
colocar los postres delante de cada invitado como un experto prestidigitador.
Era en ese instante cuando debía comenzar el tradicional interrogatorio del
invitado.
Casi por hábito, la primera pregunta correspondía (en las ocasiones en
que se hallaba presente) a Thomas Trumbull. Su rostro moreno, arrugado en
perenne descontento, parecía enojado cuando comenzó con la invariable
primera pregunta:
—Sr. Bartram, ¿cómo justifica usted su existencia?
Bartram sonrió y habló con precisión.
—Nunca lo he intentado. Mis clientes, en aquellas ocasiones en que mi
trabajo les brinda satisfacción, encuentran que mi existencia se justifica.
—¿Sus clientes? —preguntó Rubin—. ¿En qué trabaja usted, Sr.
Bartram?
—Soy investigador privado.
—¡Qué bien! —dijo James Drake—. Creo que hasta ahora no había
venido ninguno. Manny, esta vez vas a poder conseguir algunos datos
correctos para ese héroe de folletín sobre el que escribes.
—No por mi intermedio, —dijo Bartram rápidamente. Trumbull arrugó el
ceño.
—Si no les importa, caballeros, ya que a mí me corresponde dirigir el
interrogatorio, les rogaría que me dejasen esto a mí. Sr. Bartram, usted
aludió a las ocasiones en que su trabajo brinda satisfacción. ¿Es siempre así?
—Hay veces en que este asunto es discutible, —dijo Bartram—. En
realidad, esta noche quisiera hablarles respecto a una ocasión en que resultó
particularmente discutible. Puede ser incluso que uno de ustedes sea útil en
relación con esto. Pensando en eso fue que le pedí a mi buen amigo, Jeff
Avalon, que me invitara a una de estas reuniones, una vez que me hube
interiorizado de los detalles de la organización. Él tuvo la amabilidad de
hacerlo y yo estoy encantado.
—¿Está listo ahora para hablar de la dudosa satisfacción que brindó o
dejó de brindar en este caso en particular?
—Sí, si ustedes me lo permiten.
Trumbull miró a los otros buscando algún signo de oposición. Los ojos
prominentes de Gonzalo estaban fijos en Bartram mientras decía:
—¿Podemos interrumpir? —Rápidamente y con una gran economía de
trazos estaba dibujando una caricatura de Bartram en el reverso de la carta.
Esta se uniría a las que, para inmortalizar a otros invitados, ya se hallaban
en gallarda sucesión sobre una de las paredes.
—Dentro de limites razonables —dijo Bartram. Hizo una pausa para
tomar un sorbo de café y luego agregó—: La historia comienza con
Anderson, al que sólo me referiré con ese nombre. Era un "adquisidor".
—¿Un inquisidor? —preguntó Gonzalo, frunciendo el ceño.
—Un "adquisidor". Ganaba cosas, las adquiría, las compraba, las
tomaba, las coleccionaba. El mundo se movía en una sola dirección con
respecto a él: se movía hacia él, nunca desde él. Esa marea de objetos, de
todo tipo y valor, iba a parar a una casa que él poseía y ya nunca volvía a
salir de allí. A través de los años, esa marea fue engrosándose gradualmente
y volviéndose increíblemente heterogénea. Anderson tenía además un socio
de negocios al que llamaré Jackson solamente.
Trumbull lo interrumpió frunciendo el ceño, no porque hubiera algo
respecto a qué fruncir el ceño, sino porque lo hacía siempre.
—¿Es ésta una historia verídica? —preguntó.
—Cuento solamente historias verídicas —dijo Bartram lentamente y con
precisión—. Me falta imaginación para mentir.
—¿Es confidencial?
—No contaré esta historia de modo que resulte fácilmente reconocible;
pero si así fuera, sería confidencial.
—Advierto que emplea Ud. el potencial —repuso Trumbull—; pero
quiero asegurarle que, lo que se dice entre las cuatro paredes de esta
habitación, jamás se repite ni se menciona, ni siquiera en forma tangencial,
fuera de ellas. Henry también lo sabe.
Henry, ocupado en volver a llenar dos de las tazas de café, sonrió
levemente e inclinó la cabeza en señal de asentimiento.
Bartram sonrió también y continuó.
—Jackson también tenía una enfermedad. Era honrado, ineludible y
profundamente honrado. Su alma estaba impregnada de esta característica
como si desde muy temprana edad lo hubieran puesto a remojar en ella de
pies a cabeza. Para un hombre como Anderson, era sumamente útil tener al
honrado Jackson como socio, debido a que su negocio, al que evito
cuidadosamente describir en detalle, requería cierto contacto con el público.
Este contacto no era para Anderson, debido a que su tendencia a adquirir se
interponía en el camino. Con cada objeto que adquiría, otra arruga de
astucia le cruzaba la cara hasta que se asemejó a una tela de araña que
asustaba a todas las moscas a la vista. Era Jackson, puro y honrado, quien
daba la cara ya quien acudían las viudas con sus óbolos y los huérfanos con
sus centavitos. Por otro lado, Jackson, también encontraba necesario a
Anderson, porque con toda su honradez, o quizás debido a ésta, carecía de
habilidad para multiplicar el dinero. Dejado a su suerte, perdería
completamente, sin que fuera ésta su intención, cada centavo que le fuera
confiado, y luego rápidamente se vería forzado a matarse como dudosa
forma de compensación. Las manos de Anderson, sin embargo, eran para el
dinero como el fertilizante para las rosas; y él y Jackson, juntos, eran una
exitosa combinación.
Ningún paraíso dura cien años, sin embargo, y si se hace caso omiso de
una situación habitual, ésta se profundizará, se agrandará y se volverá cada
vez más extrema. La honradez de Jackson alcanzó proporciones tan
colosales que Anderson, con toda su astucia, a veces se veía arrinconado
contra la pared y forzado a pérdidas monetarias. De igual modo, la
tendencia a adquirir de Anderson tocó profundidades tan infernales, que
Jackson, con toda su moralidad, se encontró a sí mismo ocasionalmente
envuelto en prácticas cuestionables. Naturalmente, como a Anderson no le
gustaba perder dinero y Jackson aborrecía perder su personalidad, surgió
cierta frialdad entre ambos. En tal situación, la ventaja estaba claramente
del lado de Anderson, quien no ponía límites razonables a sus acciones,
mientras que Jackson se sentía atado a su código de ética.
Anderson trabajó y maniobró astutamente hasta que, eventualmente, el
pobre y honrado Jackson se encontró forzado a vender su parte de la
sociedad bajo las condiciones más desventajosas posibles.
La tendencia adquisitiva de Anderson había llegado a su clímax,
podríamos decir, porque adquirió total control sobre su empresa. Su
intención era retirarse en ese momento y dejar el manejo cotidiano a sus
empleados para no preocuparse más que de embolsar sus ganancias.
Jackson, por su parte, se quedó sin nada, a excepción de su honradez, y
aunque ésta es una característica admirable, tiene bajo valor directo en una
tienda de empeños. Fue en ese punto, caballeros, cuando yo entré en
escena. Ah, gracias, Henry.
Las copas de coñac estaban siendo distribuidas.
—¿Usted no conocía a ninguna de esas personas, al principio? —
preguntó Rubin, mientras sus ojos penetrantes parpadeaban repetidamente.
—En absoluto —dijo Bartram, oliendo delicadamente el cognac y
llevándoselo a los labios—, aunque creo que uno de los que están en esta
habitación sí los conocía. Fue hace algunos años. Conocí a Anderson cuando
éste irrumpió en mi oficina absolutamente trastornado. "Quiero que
encuentre lo que he perdido", dijo. Yo he manejado muchos casos de robo
en mi carrera de modo que, como era natural, le pregunté: "¿Qué es lo que
ha perdido exactamente?" Y él respondió: "¡Maldita sea, hombre! Eso es lo
que acabo de pedirle que averigüe". La historia fue surgiendo en forma
deshilvanada. Anderson y Jackson habían tenido una disputa de
proporciones. Jackson estaba indignado, como sólo puede estarlo un hombre
honrado que descubre que su integridad no le sirve de escudo contra la
astucia de otros. Juró vengarse y Anderson descartó estas palabras con una
risa.
—"Cuídate de la ira de un hombre paciente" —citó Avalon, con ese aire
de precisión que ponía hasta en las menos ominosas de sus afirmaciones.
—Así lo he oído —dijo Bartram— aunque nunca he tenido ocasión de
probar esa máxima. Ni tampoco la había tenido Anderson, aparentemente,
ya que no sentía ningún miedo de Jackson. Según me explicó, Jackson era
tan psicóticamente honrado y su obediencia a la leyera tan fanática que no
había ninguna posibilidad de que cayera en algún hecho delictuoso. O así
pensaba Anderson. Ni siquiera se le ocurrió pedirle a Jackson que le
devolviera la llave de la oficina; lo que era incluso más sorprendente ya que
la oficina estaba situada en la misma casa de Anderson, entre todas las
chucherías. Anderson recordó esta omisión unos pocos días después de la
pelea, porque al regresar de una cita a media tarde, encontró a Jackson en
su casa. Jackson tenía su viejo portafolio y lo estaba cerrando justamente
cuando Anderson entró; pero lo cerraba con rapidez alarmada, según le
pareció a Anderson. Este frunció el ceño y le preguntó, sin poder evitarlo:
“¿Qué estás haciendo aquí?” Jackson repuso: “Vengo a devolverte algunos
papeles que estaban en mi poder y que ahora te pertenecen, y también la
llave de la oficina”. Con esta observación le entregó la llave, indicó algunos
papeles sobre el escritorio, y aseguró la cerradura de combinación de su
portafolio con dedos que, Anderson podría jurar, temblaban un poco.
Jackson echó una mirada alrededor de la habitación con una sonrisa que a
Anderson le pareció curiosa, casi secretamente satisfecha, y dijo: “Ahora me
iré”. Lo que procedió a hacer. Sólo cuando oyó el motor del coche de
Jackson partir y luego perderse en la distancia Anderson pudo despertar de
un tipo de estupor que lo había paralizado. Sabía que le habían robado y al
día siguiente vino a verme.
Drake frunció los labios, hizo girar su copa de cognac casi vacía y dijo:
—¿Por qué no a la policía?
—Había una complicación —dijo Bartram—. Anderson no sabía qué era
lo robado. Cuando tuvo la certeza del robo, se abalanzó hacia la caja de
caudales como es natural. Su contenido estaba a salvo. Registró a fondo su
escritorio. No parecía faltar nada. Fue de habitación en habitación. Todo
parecía estar intacto según todas las evidencias.
—¿No estaba seguro? —preguntó Gonzalo.
—No podía estarlo. La casa se hallaba increíblemente repleta de todo
tipo de objetos y él no recordaba todas sus posesiones. Me dijo, por
ejemplo, que durante un tiempo. Había coleccionado relojes antiguos. Los
guardaba en una pequeña gaveta de su estudio; había seis de ellos. Los seis
estaban allí, pero lo atormentaba el vago recuerdo de un séptimo. Por más
esfuerzos que hacía no podía recordar precisamente. De hecho, le sucedía
algo peor, porque uno de los seis le parecía extraño. ¿Podría ser que él
tuviera sólo seis, pero que uno de mayor valor hubiera sido sustituido por
uno de menor valor? Algo así le sucedió una docena de veces y se repitió en
cada uno de sus escondrijos, y con cada una de sus extrañas adquisiciones.
De modo que acudió a mí.
—Un momento —dijo Trumbull, dando un fuerte golpe sobre la mesa—.
¿Qué hacía que estuviese tan seguro de que Jackson se había llevado algo?
—Ah —dijo Bartram—, ésa es la parte fascinante de la historia. El modo
de cerrar el portafolio y la secreta sonrisa de Jackson mientras examinaba la
habitación, sirvieron en sí para despertar la sospecha de Anderson; pero al
cerrar la puerta tras él, Jackson lanzó una risita. No fue una risita
cualquiera. Pero permítanme contárselo con las mismas palabras de
Anderson, tan fielmente como pueda recordarlas. “Bartram”, dijo él, “he
escuchado esa risita innumerables veces en mi vida. Yo mismo me he reído
de ese modo miles de veces. Es una risita característica, inconfundible,
imposible de ocultar. Es la risita adquisitiva; es la risita del hombre que
acaba de obtener algo que deseaba ardientemente a expensas de algún
otro. Si hay alguien en el mundo que conozca esa risita y que pueda
reconocerla incluso detrás de una puerta cerrada, ése soy yo. No puedo
haberme equivocado. Jackson se ha llevado algo mío y se vanagloriaba de
ello”. No se podía discutir con ese hombre sobre ese punto. Estaba
prácticamente esclavizado por la idea de haber sido víctima y, en realidad,
yo tenía que creerle. Yo tuve que suponer que, a pesar de la honradez
patológica de Jackson, éste se había sentido tentado a robar cuando su
paciencia, por una sola vez en su vida, se agotó. Lo que debió haberle
ayudado fue su conocimiento de Anderson. Debió de conocer la fuerte
atracción que Anderson sentía hasta por la menos valiosa de sus posesiones
y darse cuenta de que el daño sería más profundo y más grande que el valor
del objeto robado, por muy elevado que éste fuese.
—Quizá fue el portafolio lo que se llevó —dijo Rubin.
—No, no, ése era de Jackson. Hacía años que lo tenía. De modo que
aquí tiene el problema. Anderson quería que yo descubriera lo que había
sido robado, porque hasta que él pudiera identificar el objeto y probar que
ese objeto estaba, o había estado, en poder de Jackson, no podía
demandarlo —y lo que más deseaba era demandarlo. Mi tarea, entonces,
consistía en registrar su casa y decirle lo que faltaba.
—¿Cómo podía ser posible, si él mismo no podía decirlo? —gruñó
Trumbull.
—Le señalé esto —dijo Bartram—, pero él se hallaba desesperado y no
razonaba. Me ofreció una gran cantidad de dinero: o lo encontraba o nada.
Era una linda suma, no había duda, y dejó como anticipo una cantidad
considerable. Estaba claro que lo que más le dolía era el deliberado insulto a
su tendencia adquisitiva. La idea de que un “no-adquisidor” amateur como
Jackson se atreviera a burlarse de la más sagrada de sus pasiones había
llegado a trastornarlo, y estaba dispuesto a cualquier gasto para evitar que
la victoria del otro fuera final. Yo soy sólo humano. Acepté el anticipo y el
pago ofrecido. Después de todo, razoné, tengo mis métodos. Me ocupé
primero del problema de las listas de seguro. Todas eran anticuadas, pero
sirvieron para eliminar los muebles y los objetos más grandes como posibles
víctimas del robo de Jackson, ya que todo lo que figuraba en las listas se
hallaba aún en la casa.
Avalon interrumpió.
—Estos se hallaban eliminados de antemano, de todos modos, ya que el
objeto robado debía caber en el portafolio.
—Suponiendo que fuera realmente el portafolio lo que se usó para
transportar el objeto fuera de la casa —señaló Bartram pacientemente—.
Pudo haber sido fácilmente un señuelo. Antes que Anderson regresara,
Jackson pudo haber tenido un camión de transporte frente a la puerta y
haber sacado el piano de cola si así lo hubiera querido y luego cerrado el
portafolio en las barbas de Anderson para despistarlo. Pero dejemos eso. No
era probable. Lo llevé a través de la casa, habitación por habitación,
siguiendo un procedimiento sistemático, examinando piso, paredes y
cielorraso, estudiando todas las estanterías, abriendo todas las puertas,
registrando todas las piezas del mobiliario y dando vuelta todos los
armarios. Tampoco olvidé la buhardilla y el sótano. Nunca Anderson se había
visto forzado hasta entonces a pensar en cada objeto de su vasta y
heterogénea colección con el fin de que en algún lado, de alguna manera,
uno de ellos estimulara su memoria a pensar en otro objeto similar que no
estuviese allí. Era una casa enorme, sin fin. Nos llevó días, y el pobre
Anderson estaba más confundido cada día. Después ataqué desde otro
flanco. Era obvio que Jackson, deliberadamente, se había llevado algo que
pasara inadvertido, quizás algo pequeño; sin duda algo que Anderson no
extrañara fácilmente y algo, por lo tanto, que él no apreciase demasiado.
Por otro lado, tenía sentido suponer que sería algo que Jackson deseaba
llevarse y que encontraría valioso. En realidad, el hecho le daría mayor
satisfacción si Anderson también lo considerara valioso una vez que se diera
cuenta de que había desaparecido. ¿Qué podría ser, entonces?
—Un pequeño cuadro —dijo Gonzalo rápidamente—, alguno que
Jackson sabía que era un auténtico Cézanne, pero que Anderson pensaba
que era una basura.
—Una estampilla de la colección de Anderson —dijo Rubin—, en la que
Jackson notó una falla de grabado muy poco común. —Una vez había escrito
una historia que giraba alrededor de este punto en particular.
—Un libro —dijo Trumbull— que contenía algún oculto secreto de familia
con el que, a su debido tiempo, Jackson podría chantajear a Anderson.
—Una fotografía —dijo Avalon dramáticamente— que Anderson había
olvidado, pero que era el retrato de un antiguo amor y por la cual,
eventualmente, él daría una fortuna para recuperarla.
—No sé en que negocios estarían —dijo Drake pensativamente—, pero
puede haber sido de aquellos en que una chuchería insignificante pudiese
ser en realidad algo de gran valor para un competidor y llevar a Anderson a
la bancarrota. Recuerdo un caso en que una fórmula de hidracina...
—Aunque parezca extraño —interrumpió Bartram firmemente—, pensé
en todas esas posibilidades y las examiné con Anderson. Era claro que no
tenía ningún gusto artístico y que las piezas que poseía eran realmente
inservibles, sin lugar a dudas. No coleccionaba estampillas, y aunque tenía
muchos libros y no podía decir con certeza si alguno de ellos había
desaparecido, me juró que no tenía ningún secreto de familia escondido que
pudiera merecer la atención de un chantajista. Ni jamás había tenido
tampoco antiguos amores, ya que en los días de su juventud se había
dedicado exclusivamente a damas profesionales cuyas fotografías no tenían
ningún valor para él. En cuanto a sus secretos de negocios, eran más bien
de los que podían interesarle al gobierno más que a algún competidor, y
había mantenido todo lo referente a ellos fuera de la mirada honrada de
Jackson en primer lugar. En segundo lugar, éstos se hallaban todavía en la
caja de seguridad (o en el fuego, desde hacía mucho). Pensé en otras
posibilidades, pero una por una fueron descartadas. Por supuesto, siempre
cabía la posibilidad de que Jackson se traicionara a sí mismo. Podía aparecer
floreciente de un día: para otro e indagando sobre la fuente de su riqueza,
podríamos descubrir algo sobre la identidad del objeto robado. Anderson
mismo lo sugirió y pagó generosamente para que se vigilara a Jackson
durante las veinticuatro horas. Fue inútil. El hombre llevaba una vida sencilla
y se comportaba precisamente como era de esperar de una persona que sólo
poseía unos ahorros. Vivía una vida muy moderada y eventualmente tomó
un empleo doméstico donde su honradez y su conducta tranquila le ganaron
una buena reputación. Finalmente, sólo me quedó una alternativa.
—Espere, espere —dijo Gonzalo—; déjeme adivinar, déjeme adivinar. —
Terminó el resto de coñac que le quedaba, le hizo señas a Henry para que le
sirviera otro y dijo—: ¡Le preguntó a Jackson!
—Me sentí muy tentado de hacerlo —dijo Bartram en tono lastimero—,
pero eso habría sido difícilmente factible. En mi profesión no conviene
insinuar siquiera una acusación sin tener algún tipo de pruebas. Nuestras
matrículas profesionales son muy frágiles y en cualquier caso, de ser
acusado, él simplemente negaría el robo y se pondría en guardia contra
cualquier incriminación.
—Y, entonces... —dijo Gonzalo, pero no continuó. Los otros cuatro
fruncieron el entrecejo al unísono, pero sólo hubo silencio.
Habiendo esperado cortésmente, Bartram dijo:
—No adivinarán, caballeros, porque ustedes no están en esta profesión.
Ustedes conocen sólo lo que leen en revistas de aventuras y por lo tanto
creen que las personas como yo tienen un número ilimitado de alternativas y
solucionan invariablemente todos los casos. Yo, por mi parte, como
pertenezco a la profesión, sé que es de otro modo. Caballeros, la única
alternativa que me quedaba era confesar mi fracaso. Anderson me pagó, sin
embargo. Eso, por lo menos, tengo que reconocerlo. Cuando me despedí, él
había perdido casi cinco kilos. Sus ojos tenían una expresión vacía, y
mientras nos estrechábamos las manos aún recorrían la habitación en que
nos hallábamos, buscando, buscando. Entonces musitó: “le repito que no
puedo haberme equivocado con esa risita. Él me robó algo. Me robó algo”.
Lo vi en dos o tres ocasiones después de eso. Nunca cesaba de buscar;
nunca encontró el objeto perdido. Comenzó a decaer. Los sucesos que les he
descrito tuvieron lugar casi cinco años atrás y el mes pasado él murió.
Hubo un breve silencio.
—¿Sin encontrar jamás el objeto perdido? —preguntó Avalon.
—Sin encontrarlo jamás.
—¿Acude a nosotros para que le ayudemos a solucionar el problema
ahora? —inquirió Trumbull con un tono de desaprobación.
—En cierto modo, sí. La ocasión es demasiado buena para perderla.
Anderson está muerto y lo que se diga dentro de estos muros no saldrá de
aquí, según todos nosotros hemos convenido, de modo que ahora puedo
preguntar lo que no pude hacer antes. Henry, ¿me puede dar fuego?
Henry, que había estado escuchando con una cierta deferencia ausente,
sacó una caja de fósforos y encendió el cigarrillo de Bartram.
—Permítame presentarlo, Henry, a quienes usted sirve en forma tan
eficiente. Caballeros, les presento a Henry Jackson.
Hubo un momento de evidente turbación y Drake dijo:
—¿Este es Jackson?
—Exactamente —afirmó Bartram—. Sabía que estaba trabajando aquí, y
cuando me enteré de que ustedes realizaban en este club sus reuniones
mensuales, tuve que rogar, casi descaradamente, que me invitaran. Era
solamente aquí donde yo podía encontrar al hombre de la risita adquisitiva y
verlo en una atmósfera de amabilidad y discreción.
Henry sonrió e inclinó la cabeza.
—Hubo momentos durante el transcurso de la investigación —prosiguió
Bartram— en los que no pude menos que preguntarme, Henry, si Anderson
no se había equivocado y si, acaso, no habría habido ningún robo. Siempre,
sin embargo, volvía al tema de la risita adquisitiva y confiaba en el juicio de
Anderson.
—Hizo bien —dijo Jackson suavemente—, porque en realidad le robé
algo a mi ex socio, al caballero al que usted se ha referido como Anderson.
Nunca me arrepentí de ese acto ni por un momento.
—Era algo de valor, supongo.
—De mucho valor, y no pasó un día en que yo dejara de pensar en el
robo y de alegrarme por el hecho de que ese hombre inescrupuloso ya no
tuviera lo que le había robado.
—¿Y usted provocó deliberadamente sus sospechas de manera de poder
experimentar un placer mayor?
—Sí, señor.
—¿Y no temió ser apresado?
—Ni por un momento, señor.
—Por Dios —rugió Avalon, de pronto, con una voz que rompía los
tímpanos—. Vuelvo a repetirlo. Cuídense de la ira del hombre paciente. Soy
un hombre paciente y ya estoy cansado de este interminable interrogatorio.
Cuídese de mi ira, Henry. ¿Qué fue lo que se llevó en su portafolio ese día?
—Nada, por supuesto, señor. Estaba vacío.
—¡Por amor de Dios! ¿Dónde puso lo que le robó?
—No tuve que ponerlo en ningún lado, señor.
—Entonces, ¿qué fue lo que le robó?
—Solamente la paz, señor —dijo Henry suavemente.


Asimov, Isaac.

"La risita adquisitiva" en Cuentos de los Viudos Negros. 1974


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