Capitulo 1
Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta.
Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, cuando estaba derecha, con su metro cuarenta y ocho de estatura, sobre un pie enfundado en un calcetín. Era Lola cuando llevaba puestos los pantalones. era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos siempre fue Lolita.
¿Tuvo Lolita una precursora? Naturalmente que sí. En realidad, Lolita no hubiera podido existir para mí si un verano no hubiese amado a otra niña iniciática. En un principiado junto al mar. ¿Cuándo? Aquel verano faltaban para que naciera Lolita casi tantos años como los que tenía yo entonces. Pueden confiar en que la prosa de los asesinos sea siempre elegante.
Señoras y señores del jurado, la prueba número uno es lo que los serafines, los mal informados e ingenuos serafines de majestuosas alas, envidiaron. Contemplen esta maraña de espinas.
[...]
Capitulo 3
Annabel era, como este narrador, de origen híbrido; medio inglesa, medio holandesa.Hoy recuerdo sus rasgos con nitidez mucho menor que hace pocos años, antes de conocer a Lolita. Hay dos clases de memoria visual: mediante una de ellas recreamos diestramente una imagen en el laboratorio de nuestra mente con los ojos abiertos (y así veo a Annabel: En términos generales, tales como "piel color de miel", "brazos delgados", "pelo castaño y corto", "pestañas largas", "boca grande, brillante"); con la otra evocamos de manera instantánea, con los ojos cerrados, tras la oscura intimidad de los párpados, nuestro objetivo, réplica absoluta, desde un punto de vista óptico, de un rostro amado, un diminuto espectro que conserva sus colores naturales (y asi veo a Lolita).
[...]
Capitulo 4
Una noche, Annabel se las compuso para burlar la estricta vigilancia de su familia. Bajo un macizo de nerviosas y esbeltas mimosas, detrás de su villa, escontramos amparo en las ruinas de un muro bajo de piedra. A través de la oscuridad y los tiernos árboles veíamos, igual que si fueran arabescos, las ventanas iluminadas que, retocadas por las tintas de colores del recuerdo sensible, se me aparecen hoy como naipes -acaso porque una partida de bridge mantenía ocupado al enemigo-. Ella tembló y se crispó cuando le besé el ángulo de los labios abiertos y el lóbulo caliente de la oreja. Un racimo de estrellas brillaba pálidamente sobre nosotros , entre siluetas de largas hojas delgadas; aquel cielo vibrante parecía tan desnudo como ella bajo su vestido liviano. Vi su rostro reflejado en el cielo, extrañamente nítido, como si emitiera una tenue irradiación. Sus piernas, sus adorables y vivaces piernas, no estaban muy juntas, y, cuando localicé lo que buscaba, sus rasgos infantiles adquirieron una expresión soñadora y atemorizada en las que se mezclaban el placer y el dolor. Estaba sentada algo mas arriba que yo, y cada vez que en su solitario éxtasis se abandonaba al impulso de besarme, inclinaba la cabeza con un movimiento muelle, letárgico, que tenía un no sé qué de triste e involuntario, y sus rodillas desnudas apretaban mi muñeca y la oprimían con fuerza para relajarse después; y su boca temblorosa, que parecía crispada por la actitud de alguna misteriosa pócima, se acercaba a mi rostro respirando jadeante. Mi amada procuraba aliviar el dolor del anhelo restregando primero ásperamente sus labios secos contra los míos; después echaba hacia atrás la cabeza sacudiendo nerviosamente su cabello, y, por último, volvía a inclunarse sobre mí como impelida por una fuerza irresistible y me dejaba succionar con ansia su boca abierta; por mi parte, impulsado por una generosidad pronta a ofrecérselo todo, mi corazón, mi garganta, mis entrañas, le había hecho rodear con su puño inexperto el cetro de mi pasión.
Recuerdó el perfume de ciertos polvos de tocador -creo que se los había robado a la doncella española de su madre-: un olor un tanto dulzón, no demasiado intenso, a almizcle. Se mezcló con su propio olor a bizcocho, y, súbitamente, mis sentidos parecieron crecer hasta llegar al borde que los limitaba. la repentina agitación de un arbusto cercano impidió que se desbordaran, y mientras nos apartábamos el uno del otro, esperando con las venas doloridas por la tensión de que sólo fuera consecuencia del paso de un gato vagabundo, llegó de la casa la voz de su madre que la llamaba -con frenesí que iba en aumento- y la imponente figura del doctor Cooper apareció cojeando en el jardín. pero el macizo de mimosas, el racimo de estrellas, el deseo, la quemazón, el néctar de aquel cáliz y la dolorosa tensión quedaron para siempre conmigo, y aquella chiquilla de miembros dorados como la arena de la playa y lengua ardiente me tuvo hechizado hasta que, al fin, veinticuatro años después, rompí el hechizo encarnándola en otra.
Nabokov, Vladimir.
Fragmentos de "Capitulo 1", "Capitulo 3" y "Capitulo 4" en Lolita.
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