Las amigas de Lucrecia lo comentaban perplejas mientras mientras padecían contingencias domésticas y en la más absoluta desesperación pegaban a las ventanas cartulinas del consabido letrero «Se solicita sirvienta». Y lo quitaban arrugado y amarillento sin que nadie ocupara el empleo.
Pero el brujo fue terminante: «Si usted quiere recuperar a su marido, que deje de emborracharse y de ser mujeriego y parrandero, si quiere que engríe con usted otra vez, ese es el único remedio. No existe nungún otro que yo le garantice».
Lucrecia pagó la consulta y anduvo por los arrabales de Catemaco un poco dubitativa, tropezándose con las piedras. Los tacones se le hundían en el lodo mientras cavilaba sobre la manera de hacerlo. Afortunadamente estaba a punto de bajarle la regla y había poco tiempo para los arrepentimientos. A los tres días vino la visita esperada con su natural secuencia de cólicos y depresiones. Lucrecia sacó fuerzas de flaquezas y se dispuso a no echar el consejo en saco roto. Fue a la carcicería para elegir una suculenta chuleta gorda y jugosa. La extendió en un platón. Hizo gala de buena gourmet y maquinalmente la preparó tal como le gustaba a su marido condimentada con ajo, sal, pimienta, salsa inglesa, una cucharadita d emostaza (para que se disimule el sabor, pensó) y luego venciño sus reticencias cuando susurraron nuevamente en sus oídos las recomendaciones del brujo, «agregue usted sangre de su menstración y cocínelo». Así que añadió el toque maestro antes de voltear la carne por todos lados y remojarla bien. La puso en el refrigerador y esperó jubilosa la hora de la cena.
El marido llego jetón y medio borracho. Ella respiró hondo pidiéndole a sus ángeles custodios que le dieran paciencia. Disculpó incongruentes impertinencias y sin prestarle importancia al asunto preguntó con dulce entonación:
-¿Te gustaría merendar una carnita asada?
La respuesta fue una especie de gruñido y un movimiento soez para endilgarse la servilleta al cuello.
Lucrecia tocó su campanilla y pidió imperturbable:-Ruperta, fríe el bistec que preparé hace un rato y sírveselo al señor con guacamole y frijolitos.
Ruperta miró al vacío, retorció la punta del mandil y repuso:
-¿No querrá el señor unos chilaquiles?
-No, mujer, no. Trae el bistec -dijo rápidamente Lucrecia antes de que su cónyuge cambiara de opinión.
-Usted perdone niña acabo de comérmelo. Lo vi tan sabroso que s eme antojó -¿Le hago al señor unos chilaquiles?
-¡Que sean verdes! -rugió el marido.
Desde ese momento Lucrecia empezó a ordenar, ponerles queso fresco y cebolla. Y mañana lavas la ropa atrasada desde hace una semana. ¡Ruperta! ¿Oíste, Ruperta?.
Espejo, Beatriz .
"El Bistec" en Alta Costura. Tusquets Editores, México.
"El Bistec" en Alta Costura. Tusquets Editores, México.
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